Después de la ceremonia, volvieron a San Lupo envueltos en la luz del amanecer. Ish deseaba estar solo, pero pensaba que debía quedarse junto a Em. Ella se adelantó entonces a sus deseos:
—Sal un rato —dijo—. Un paseo te hará bien. Necesitas estar solo.
Ish aceptó. Como lo había temido, la ceremonia lo había trastornado. Hay gente que busca compañía en los momentos de dolor, pero él prefería la soledad; Em no lo inquietaba; era más fuerte que él.
No llevó nada de comer; no tenía hambre y siempre podía entrar en algún almacén y tomar algunas latas de conserva. Tampoco se llevó el revólver, aunque nadie se alejaba de San Lupo sin ir armado. En el último momento, sin embargo, tras algún titubeo, tomó el martillo de encima de la chimenea.
No dejó de sentir ciertos escrúpulos. ¿Por qué ese martillo ocupaba tanto sus pensamientos? No era, al fin y al cabo, el más viejo de sus bienes. En la casa había muchas cosas que tenía desde la infancia. Pero ninguna era como el martillo; quizá porque éste le recordaba los primeros días que habían seguido al desastre. Aunque no era para él ni un fetiche ni un símbolo.
Se alejó de la casa y marchó sin rumbo, con el único deseo de quedarse solo. El martillo era un estorbo, le pesaba en la mano. No pudo impedir un movimiento de impaciencia. Terminaría por ser tan supersticioso como los niños.
Bueno, ¿por qué no dejarlo caer simplemente y recogerlo a la vuelta? Pero no lo hizo.
Lo más irritante no era el peso del martillo. Aquella herramienta se había transformado en una idea fija. Decidió desprenderse de ella. No permitiría que lo obsesionara. Descendería hasta el puerto y desde el muelle la arrojaría a las aguas. El martillo se hundiría, y no se hablaría más de él. Siguió caminando. Luego recordó a Joey y olvidó su proyecto.
Al cabo de un rato, salió de su tristeza y sintió otra vez el martillo en la mano. Advirtió también que no caminaba hacia el puerto. Iba hacia el sur, y no hacia el oeste.
La distancia es muy larga, se dijo, y me siento aún bastante débil. No es necesario que vaya tan lejos para desembarazarme de este viejo martillo. Basta que lo eche en algún matorral, y pronto lo olvidaré.
Y comprendió en seguida que se engañaba a sí mismo. Y que aunque arrojara el martillo a alguna cañada no olvidaría el lugar. Renunció a las escapatorias. No, no quería librarse de aquel objeto que tenía ahora tanta importancia en su vida. Al mismo tiempo comprendió por qué iba hacia el sur. Seguía la larga avenida que llevaba a la universidad. No estaba allí desde hacía tiempo. Sentía aún aquella pena, pero con menos fuerza, como si la decisión de aguantar el martillo lo hubiera aliviado.
Una vez más se distrajo observando la acción destructiva del tiempo. El terremoto había afectado particularmente a aquel barrio. Una enorme grieta cortaba en dos la calzada, y el agua de las lluvias la había transformado en un estanque donde flotaban hojas de árboles y arbustos. Balanceando el martillo, Ish tomó impulso y saltó el foso de más de un metro de ancho, comprobando con alegría que a pesar de la enfermedad no tenía las piernas muy débiles.
A ambos lados de la avenida las casas no eran más que montones de ruinas, cubiertas por plantas trepadoras. Los árboles habían invadido los porches.
En todas partes las plantas del país estaban matando las plantas exóticas, en otro tiempo orgullo de los jardineros.
Notó al pasar las especies que habían sobrevivido. En vez de glicinas y camelias había muchos rosales trepadores. Un cedro del Himalaya extendía sus ramas vigorosas, pero al pie del árbol no había ningún retoño. En cambio, bajo un eucalipto australiano, unos jóvenes tallos crecían en un suelo de humus y hojas muertas donde no hubiese podido brotar ninguna otra cosa.
A la entrada del parque universitario había un bosquecillo de pinos. No se veía allí la confusión común en los jardines. Los árboles formaban una bóveda espesa y la sombra no favorecía el crecimiento de plantas y hierbas.