Читаем La Tierra permanece полностью

Dejó el martillo para tener las dos manos libres. Luego, de pie junto a una ventana polvorienta que dejaba pasar una vaga claridad, hojeó el libro. En realidad, sus teorías no tenían ningún valor práctico. Aunque lo tirara o lo hiciese pedazos no sería una gran pérdida. Pero lo devolvió respetuosamente a su sitio.

Dio algunos pasos y de pronto sintió que en su mente todo se derrumbaba. ¿Para qué servía al fin aquel millón de volúmenes? ¿Por qué cuidar y preservar los libros? Nadie sabía leerlos. Pasta de madera y negro de humo, no servían para nada si no había una inteligencia capaz de interpretarlos.

Se alejó tristemente y subía ya la escalera de caracol cuando notó que tenía las manos vacías. Había olvidado el martillo. Dio media vuelta, dominado por la angustia, y lo vio en el suelo, en el mismo sitio donde lo había dejado al sacar el libro. Lo recogió, con inmenso alivio, y subió por la escalera.

Salió por la ventana rota y maquinalmente se puso a clavar la tabla. De pronto se detuvo, sintiendo otra vez aquella desolación. ¿Para qué clavar la tabla? De nada serviría. Nadie iría, nunca, a leer allí. Balanceó tontamente el martillo.

Al fin, lentamente, sin entusiasmo, sin esperanza, hundió otra vez los clavos. George haría trabajos de ebanistería hasta el día de su muerte, Ezra ayudaría a sus vecinos, y él, Ish, seguiría pensando ilusionado en los libros y el futuro.

Terminó su trabajo y se fue a sentar en los escalones de piedra. Las malezas asaltaban por todas partes los edificios en ruinas. Recordó un viejo cuadro donde se veía un hombre —¿César? ¿Aníbal?— sentado entre las ruinas de Cartago. Dio un martillazo en el borde de un peldaño, mellando el granito. Era uno de esos actos de vandalismo que lo habían horrorizado siempre. Golpeó con más fuerza. Saltó un trozo de unos cinco centímetros. El peldaño parecía dirigirle un mudo reproche.

Y mientras martillaba, ahora débilmente, el granito, pensó por primera vez en Joey sin sentirse aplastado por la pena. Joey no hubiera podido cambiar el curso de las cosas. No era más que un niño inteligente. El mundo entero se hubiese aliado contra él. Hubiera luchado con todas sus fuerzas hasta caer vencido. Habría sido un hombre desgraciado.

Joey, pensó, era como yo. Siempre inquieto. Nunca feliz.

Alzó el martillo sobre un trocito de granito y rencorosamente lo hizo trizas.

Necesito un poco de descanso, pensó. Es hora de descansar.


Thoreau y Gauguin, conocemos sus nombres. Pero ¿no olvidamos a otros miles? No escribieron libros, ni pintaron cuadros, pero renunciaron también al mundo. ¿Y esos otros, esos millones de otros, que rechazaron, en sus sueños, la civilización?

Hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus ojos… «Qué hermoso era el bosque donde acampamos… A veces desearía… pero los negocios… ¿Nunca pensaste, George, en vivir en una isla desierta? Sólo una cabaña en los bosques… sin teléfono… La playa a orillas del mar… Se estaría tan bien… Pero están Maud y los niños.»

¡Qué raro! Después de edificar una magnífica civilización, los hombres sólo habían tenido un deseo: huir de ella.

Los caldeos pretendían que Oanes, el dios-pez, salió de las aguas para enseñar a los hombres las artes y las leyes. Pero ¿era un dios o un demonio?

¿Por qué las viejas leyendas nos hablan siempre de la edad de oro de la simplicidad?

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