A la noche estalló una tormenta, y cuando despertó, unas nubes bajas y grises ocultaban el cielo. Ish se sorprendió. Con los acontecimientos recientes se había olvidado del tiempo. Recordó que el sol se ponía cerca del sur y que, para emplear las palabras de los viejos días, estaban en el mes de noviembre. La lluvia molestaba sus planes, pero no había prisa, y mientras, podía perfeccionarlos.
Desde el día anterior, su pensamiento había cambiado tanto que la ruidosa llegada de los chicos lo sobresaltó. Claro, pensó, vienen a clase.
Bajó las escaleras. Estaban todos allí, excepto Joey y otros dos más pequeños, sentados en sillas o en el suelo. Todos los ojos se alzaron hacia él con una rara curiosidad. Joey se había ido, y quizás Ish cambiara las lecciones. Pero esta curiosidad, Ish no lo ignoraba, era pasajera, y caerían otra vez en aquella apatía que había combatido sin éxito.
Miró todos los rostros, uno a uno. Eran hermosos niños. No había ningún estúpido entre ellos, pero tampoco ninguna mente excepcional. No, no estaba allí el elegido.
Había llegado el momento. Habló sin remordimiento ni pena:
—Se acabaron las clases —anunció.
Los niños lo miraron un momento, consternados, y contentos, aunque no se atrevían a mostrar abiertamente su alegría.
—Se acabaron las clases —repitió Ish, sintiendo que adoptaba involuntariamente un tono dramático—. No habrá más clases… nunca.
Esta vez la consternación no se desvaneció. Los niños se quedaron inquietos, nerviosos. Algunos se levantaron para irse. El fin de las clases les parecía algo grave, aunque no sabían bien por qué.
Al fin salieron lentamente, sin hacer ruido. Pasó un minuto y sólo se oyó el rumor de la lluvia. Luego estalló un griterío; eran niños otra vez. La escuela no había sido más que un breve episodio en sus vidas; la olvidarían pronto, y nunca la echarían de menos. Durante un rato, Ish se sintió muy abatido. ¡Joey, Joey!, pensó. Pero no estaba arrepentido. Era la única solución razonable.
—Se acabaron las clases —murmuró—. Se acabaron las clases.
Y recordó de pronto que en aquella misma sala, hacía muchos años, había visto cómo se apagaban las luces eléctricas.
Siguieron tres días de lluvia. Ish reflexionó y maduró sus planes. Al fin un frío viento del norte barrió el cielo y un sol brillante empezó a secar las hojas húmedas. Había llegado el momento.
Buscó un tiempo en los jardines selváticos. En aquella zona nunca se habían cultivado comercialmente los cítricos. Pero el clima convenía a los limoneros, por lo menos como árboles de adorno. E Ish creía recordar que la madera de limonero era la más apropiada. Podía haber consultado algunos libros, pero había cambiado de modo de pensar. Resolvería él mismo sus problemas.
En lo que había sido en los viejos días un hermoso parque privado encontró un limonero. El árbol vivía aún, aunque ahogado entre dos pinos y dañado por las heladas. Algunos de los retoños habían sobrevivido a los rigores invernales.
Ish se abrió paso entre unos matorrales espinosos, eligió un retoño del grueso de su pulgar, y sacó su cuchillo. La madera era dura como el hueso, pero al fin logró cortarla. El retoño tenía una longitud aproximada de un metro y medio. Había crecido rectamente hasta alcanzar un metro veinte de altura, pero luego se había doblado bajo las ramas de los pinos. Era a la vez fuerte y flexible. Ish lo apoyó contra el suelo, doblándolo, y comprobó que se enderezaba con fuerza.
Sí, pensó con un poco de amargura, no necesito nada más.
Llevó a su casa el tallo de limonero y se sentó en el porche, al sol. Cortó ante todo la parte doblada y tuvo una vara recta de un metro veinte.
Descortezó entonces el retoño y afiló las puntas. El trabajo le llevó bastante tiempo, pues debía interrumpirse a menudo para afilar el cuchillo en una piedra de amolar.
Walt y Josey habían ido a jugar con los otros niños. Regresaron a la hora del almuerzo.
—¿Qué haces, papá? —preguntó Josey.
—Preparo un juego —respondió Ish. En otro tiempo había intentado mostrar la utilidad de la instrucción. Era un error que no volvería a cometer. Esta vez aprovecharía la afición de los humanos al juego.
Después del almuerzo, los niños difundieron la novedad.
A la tarde apareció George.
—¿Por qué no vienes a mi casa? —preguntó—. Con el torno trabajarás más rápido.
Ish le dio las gracias, pero le dijo que prefería el cuchillo, aunque ya le dolía la mano. Era necesario hacer el trabajo con las herramientas más simples, casi primitivas.
A la caída de la tarde, Ish tenía la mano cubierta de ampollas, pero había terminado. Los extremos de la vara estaban simétricamente afilados. La apoyó contra el suelo, la dobló hasta formar un semicírculo, y la soltó. Satisfecho, talló unas muescas en cada extremo y se guardó el cuchillo en el bolsillo.
A la mañana siguiente, continuó el trabajo. Sobraban los cordeles, y hasta pensó en utilizar hilo de pescar de nailon, que trenzaría hasta obtener una cuerda suficientemente gruesa.
No, se dijo. Trabajaré con materiales que puedan obtener ellos mismos.