Tenía otro plan, pero no había prisa. Ahora podía enseñarles a servirse de una barrena de arco, y cuando no hubiese más fósforos, la Tribu sabría encender un fuego.
Sin embargo, su entusiasmo, como el de los niños, se enfrió con el transcurso de las semanas. En lugar de saborear la victoria de la fabricación del arco y su éxito entre los niños, recordaba incesantemente las desgracias del año. Joey, el niño irreemplazable, había muerto. Y el día que Em, George, Ezra y él habían decidido la muerte de Charlie, el mundo había perdido su frescura e inocencia. Y la confianza y la fe se habían extinguido en él al abandonar la esperanza de ver renacer la civilización.
El sol había llegado al extremo sur de su trayecto. Un día o dos más y empezaría a rehacer el camino. Todos se preparaban para la ceremonia de grabar los números en la roca y bautizar el año. Era ahora la mayor de las fiestas, a la vez Navidad y Año Nuevo, y un símbolo de vida. Como todo lo demás, las festividades habían cambiado mucho. La Tribu celebraba aún el día de Acción de Gracias y se reunía alrededor de una mesa bien servida. Pero el 4 de julio y todas las otras fiestas patrióticas habían desaparecido. George, que había pertenecido a un sindicato, y era amigo de conservar las tradiciones, dejaba de trabajar y se ponía su mejor traje cuando creía que había llegado el día del trabajo. Pero nadie lo imitaba. Cosa curiosa, o quizá natural, las fiestas populares habían sobrevivido a las oficiales. El día de los Inocentes y el de Todos los Santos eran motivo de regocijo general, y los niños repetían las tradiciones que les habían transmitido sus padres. Un día, seis semanas después del solsticio de invierno, y según la leyenda, la marmota podía ver su propia sombra. Como no había marmotas en aquella región, la habían reemplazado por la ardilla. Pero todo esto no era nada comparado con la fiesta que los reunía al pie de la roca.
Los niños discutían entre ellos el nombre del año. Los más chicos proponían el nombre de año del arco y la flecha; otros preferían año del viaje. Los mayores recordaban otras cosas y guardaban un turbado silencio. Ish adivinaba que aún pensaban en Charlie y la muerte de sus compañeros. Para él, los mayores acontecimientos de aquellos últimos doce meses eran la muerte de Joey y su propia desilusión.
Al fin, el sol se puso casi en el mismo sitio, o quizás un poco más al norte, y los padres, con gran alegría de los niños, decretaron que la fiesta se celebraría al día siguiente.
Se reunió toda la Tribu. El día era claro y cálido para la estación, y las madres habían llevado sus bebés. Cuando se grabaron los números todos los que sabían hablar se desearon un feliz Año Nuevo, de acuerdo con la costumbre de los viejos días.
Luego, según los ritos de costumbre, Ish preguntó cómo se llamaría el nuevo año. Siguió un profundo silencio.
Al fin, Ezra, siempre oportuno, tomó la palabra.
—Este año nos trajo muchas penas, y cualquier nombre despertaría tristes recuerdos. Los números son cómodos, y no sugieren nada desagradable. No le demos ningún nombre a este año. Llamémoslo simplemente el año 22.
Años fugitivos
El río de los años pasó otra vez rápidamente, y ahora Ish no se resistió, y se dejó llevar.
En estos años la Tribu cultivó un poco de maíz, no mucho, pero bastante para obtener una pequeña cosecha y guardar algunas semillas. Todos los otoños, como si la primera lluvia fuese una señal, los niños retomaban los arcos y las flechas, hasta que se cansaban y buscaban otro juego. De cuando en cuando los adultos se reunían a deliberar. Lo que allí se decidía, obligaba a todos.
Por lo menos, pensaba Ish, legaré estas costumbres al porvenir. Sin embargo, a medida que pasaban los años, los jóvenes influían más y más en el curso de las sesiones. Ish presidía siempre. Se sentaba en el sitio de honor, y los que querían hablar se incorporaban y lo saludaban respetuosamente con una inclinación de cabeza. Ish tenía el martillo en las rodillas o lo balanceaba maquinalmente. Cuando la discusión entre dos jóvenes subía de tono, Ish daba un martillazo y los adversarios callaban inmediatamente. Si intervenía en los debates, todos lo escuchaban con atención, aunque nunca seguían sus consejos.
Así pasaron los años. El año 23, del lobo furioso; el año 24, de las moras; el 25, de la lluvia interminable.
Cuando llegó el año 26, el viejo George no estaba ya con ellos. Había estado pintando, subido a una escalera. Nadie supo nunca si había sido un ataque al corazón o una caída accidental. Pero lo encontraron muerto al pie de la escalera. Desde entonces, ya nadie reparó los techos ni pintó las fachadas de las casas. Maurine siguió viviendo un tiempo en la casita de las rosadas pantallas con flecos, el mudo aparato de radio, las mesitas con carpetas. Pero era tan vieja como George, y murió antes de fin de año. El año se llamó año de la muerte de George y Maurine.