Y los años pasaron: 27, 28, 29, 30. Ya era difícil recordar los nombres y su orden. ¿El año del maíz había seguido al año del crepúsculo rojo, o éste precedía al año de la muerte de Evie?
¡Pobre Evie! La enterraron junto a los demás, y así se pareció más a todos. Había vivido con ellos y nadie sabía si había sido feliz o si habían hecho bien al salvarle la vida. Sólo una vez había salido de la sombra: cuando Charlie la había elegido entre todas las muchachas de la Tribu. Los jóvenes apenas notaron su desaparición, pero para los mayores desaparecía con ella una criatura de los viejos días.
Ahora los fundadores de la Tribu eran sólo cinco. Jean e Ish eran los más jóvenes, y los mejor conservados. Pero Ish, que no se había curado totalmente de su vieja herida, cojeaba un poco. Molly se quejaba de vagos malestares y caía en crisis de llanto. Una tosecita seca atormentaba a Ezra. La figura de Em había perdido un poco de su gracia real. Sin embargo, todos disfrutaban de una salud excelente, y sus pequeñas molestias eran achaques de la edad.
El año 34 fue un año memorable. Se sabía, desde hacía un tiempo, que otra Tribu, menos numerosa, vivía en el extremo norte de la bahía, pero aquel año llegó un mensajero a proponer la unión. Ish le prohibió al joven que se acercara. El recuerdo de Charlie aconsejaba prudencia. Cuando el mensajero comunicó cuál era el propósito de su visita, se convocó al consejo.
Ish presidió con el martillo en la mano, pues el asunto era muy importante. En seguida estalló una animada discusión. Al temor de las enfermedades se unía el prejuicio contra los extraños. Sin embargo, la curiosidad era más fuerte, y además muchos deseaban que el número de miembros de la Tribu, sobre todo el de las mujeres, fuese mayor. Desde hacía años los hombres eran más numerosos que las mujeres y algunos muchachos parecían condenados al celibato. Ish conocía por otra parte el peligro de los matrimonios entre parientes cercanos, inevitables en el seno de la Tribu.
Sin embargo, Ish, apoyado por Ezra, se oponía a la alianza por temor a las enfermedades. Jack, Ralph, Roger, los mayores y sus hijos recordaban demasiado bien el año 22 y se pusieron de su lado. Pero los más jóvenes, sobre todo aquellos que no estaban casados, pensando en las muchachas de la otra Tribu, protestaban ruidosamente.
Entonces habló Em. Tenía ahora la cabeza cubierta de canas, pero su voz grave dominaba aún cualquier discusión.
—Lo he repetido a menudo —dijo—, no se vive rechazando la vida. Nuestros hijos y nietos necesitan mujeres. Quizás haya un grave peligro, pero habrá que afrontarlo.
La serenidad y seguridad de Em, más que sus palabras, animaron a todos. La alianza se votó por unanimidad.
Esta vez tuvieron suerte. Hubo una sola epidemia, de escarlatina, que contrajeron los otros. Pero pronto curaron.
Desde entonces la Tribu se dividió en dos clanes: los Primeros y los Otros. Los niños que nacían de un matrimonio mixto pertenecían al clan del padre. A Ish le asombraba que la mujer tuviese tan poca influencia, y no ocurriera como en los pueblos primitivos. Pero las viejas tradiciones eran muy fuertes.
El año siguiente, Em perdió hasta la sombra de su gracia real. Ish vio en su rostro unas raras arrugas que no eran de vejez, sino de dolor. La piel antes mate era ahora de un gris ceniciento. Ish sintió miedo y frío, y comprendió que la hora de la separación había llegado.
A veces, en los sombríos meses que siguieron, Ish pensaba: Quizá no es más que apendicitis. Le duele en ese sitio. ¿Por qué no operarla? Podría leer libros, aprender lo necesario. Uno de los muchachos le daría éter. En el peor de los casos, Em dejaría de sufrir.
Pero cuando llegaba el momento siempre retrocedía. Le temblaba la mano, no tenía valor. No se atrevía a hundir el bisturí en el costado de la que amaba. Em sólo contaba con ella misma.
Y pronto debió reconocer que no era apendicitis. Cuando el sol inició su marcha hacia el sur, Em cayó en cama y no se levantó más. En las farmacias en ruinas, Ish encontró polvos y jarabes que atenuaron los sufrimientos de Em. Después de haber tomado el calmante, ella dormía o permanecía inmóvil, sonriendo. Cuando el dolor volvía, Ish pensaba si no debería aumentar la dosis y terminar aquel tormento.
Pero no lo hizo. Pues sabía que Em amaba aún la vida y no perdería el valor.
Se pasaba largas horas a su cabecera, tomándole la mano y cambiando de cuando en cuando algunas palabras.
Como siempre, era ella quien lo consolaba a él, a pesar de sus torturas, y el fin tan cercano. Sí, se decía Ish una vez más, ella había sido para él una madre tanto como una esposa.
—No te atormentes por los niños —le dijo Em un día—, ni por los nietos y todos los que seguirán. Serán felices, me parece. Por lo menos serán tan felices como hubiesen podido serlo en los viejos días. No pienses demasiado en la civilización. Irán adelante.