Читаем La Tierra permanece полностью

—Bar… el…’low —balbuceó el otro.

Ish intentó descifrar aquellos sonidos. El hombre esbozó otra vez su patética sonrisa infantil y repitió con una voz un poco más clara:

—No… Bar’l… low.

Ish comprendió a medias.

—¿Su nombre es Barelow? —preguntó—. ¿No? ¿Barlow?

El hombre asintió, sonrió, y antes que Ish pudiese impedirlo tomó otro trago. Ish se sintió más triste que furioso. ¿Qué importaba ahora un nombre? Y no obstante, el señor Barlow, sumergido en las nieblas del alcohol, intentaba cumplir con una norma de civilizada cortesía.

En seguida, muy lentamente, el señor Barlow se desplomó otra vez en el asiento, y la botella cayó y se vació en el piso del coche.

Ish vacilaba. ¿Uniría su suerte a la del hombre intentando curarlo y reformarlo? El señor Barlow parecía un caso sin esperanza. Y si se quedaba, podía perder la oportunidad de encontrar a algún otro.

—Quédese aquí —le dijo al hombre tumbado, quizás inconsciente—. Volveré.


Los gatos habían vivido dominados por el hombre sólo cinco mil años, y nunca habían aceptado de buen grado esa dominación. Los ejemplares encerrados en las casas, pronto murieron de sed. Pero los que quedaron en la calle se las arreglaron mejor que los perros. La caza del ratón dejó de ser un juego para transformarse en una industria. Los gatos cazan pájaros, rondan por calles y avenidas buscando alguna lata de desperdicios que las ratas no hayan saqueado aún. Salen de los límites de la ciudad e invaden las guaridas de codornices y conejos. Allí se encuentran con otros gatos realmente salvajes, y el fin es sangriento y rápido, pues los vigorosos habitantes de los bosques despedazan a los gatos ciudadanos.


Esta vez el sonido era más insistente. El hombre que tocaba la bocina no parecía borracho. Ish se acercó y vio a un hombre y una mujer. Reían y le hacían señas. Bajó del coche. El hombre era corpulento y vestía una deslumbrante chaqueta deportiva. La mujer era joven y bonita. Se había pintado la boca con una espesa capa de carmín. En los dedos le relumbraban varios anillos.

Ish dio unos pasos, y de pronto se detuvo. Dos son una pareja, y tres una multitud. La mirada del hombre era decididamente hostil. La mano derecha no dejaba el abultado bolsillo de la chaqueta.

—¿Cómo están? —dijo Ish, sin moverse.

—Oh, muy bien —dijo el hombre. La mujer se rió con una risita tonta y miró a Ish provocativamente. Ish se sintió otra vez en peligro—. Sí —prosiguió el hombre—, sí, lo pasamos muy bien. Mucha comida, mucha bebida y muchísimo… —Hizo un ademán obsceno y sonrió a la mujer con una mueca. La mujer se rió otra vez.

Ish se preguntó qué habría sido la mujer en la vieja vida. Parecía ahora una prostituta acomodada. Llevaba en los dedos bastantes diamantes como para instalar toda una joyería.

—¿Hay otros sobrevivientes? —preguntó.

El hombre y la mujer se miraron. La mujer se rió. No parecía conocer otro lenguaje.

—No —dijo el hombre—, no en los alrededores. —Hizo una pausa y echó una mirada a la mujer—. No hasta ahora, por lo menos.

Ish miró la mano del hombre, aún en el bolsillo de la chaqueta. La mujer movía las caderas y entornaba los párpados, como diciendo que se quedaría con el vencedor. En los ojos de la pareja no había huellas de aquel dolor que nublaba los ojos del borracho. Y sin embargo, quizás habían sufrido demasiado también, y de algún modo habían perdido la razón. Ish comprendió de pronto que nunca había estado tan cerca de la muerte.

—¿Adónde va? —preguntó el hombre.

—Oh, sólo daba una vuelta —dijo Ish.

La mujer se echó a reír. Ish se volvió y caminó hacia el coche pensando que en cualquier momento recibiría un tiro en la espalda. Llegó al coche, subió y se alejó…

Esta vez no oyó ningún sonido, pero al volver la esquina, allí estaba ella, plantada en medio de la calle: una adolescente de piernas largas y melena rubia. Durante un momento no se movió, como un ciervo sorprendido en un claro del bosque. Luego, con la rapidez de un temeroso animal acosado, se dobló en dos, y protegiéndose de la luz del sol trató de ver detrás del parabrisas. En seguida echó a correr, como un animal, y se escabulló entre las tablas de una cerca.

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