Abrió la portezuela y examinó los asientos. No, nada. ¿El conductor, desesperado, atacado por la enfermedad, se habría arrojado al agua saltando por encima de la barandilla? O quizás el motor se había descompuesto y él, o ella, había detenido a otro coche, o había continuado a pie. Las llaves estaban aún en el tablero; la licencia de conductor colgaba del volante: John Robertson, número tal, calle Cincuenta y cuatro, Oakland. Nombre y dirección comunes. El coche del señor Robertson era ahora dueño del Puente.
De vuelta en el túnel, Ish pensó que podría haber resuelto parte del problema intentando poner en marcha el motor. Pero en realidad no importaba… como no importaba, tampoco, que marchase otra vez hacia el este. Habiendo dado media vuelta para acercarse al cupé, Ish siguió simplemente en línea recta. San Francisco, estaba seguro, nada podía ofrecerle…
Algo más tarde, como había prometido, Ish volvió a la calle donde había hablado —si aquello podía llamarse hablar— con el borracho.
Encontró el cuerpo caído en la acera, frente al bar. Después de todo, reflexionó Ish, el cuerpo humano sólo puede absorber una cantidad limitada de alcohol. Ish recordó los ojos del borracho, y no pudo sentir pena.
No había perros en los alrededores, pero Ish no podía dejar allí el cuerpo. Al fin y al cabo había conocido al señor Barlow, y había hablado con él. Aunque no sabía cómo o dónde enterrarlo. Sacó unas mantas de una tienda, y envolvió el cuerpo cuidadosamente. Luego lo llevó al auto y cerró las ventanillas. Sería un mausoleo hermético y duradero.
Las oraciones fúnebres parecían fuera de lugar. Pero al observar desde afuera el rollo de mantas, pensó que el señor Barlow había sido sin duda un buen hombre, que no había podido sobrevivir al derrumbe del mundo. Se sacó entonces el sombrero y se quedó así unos instantes…
Hacia el fin del día, después de dar un largo rodeo para evitar un lugar nauseabundo donde se amontonaban los cadáveres, Ish volvió a la casa de San Lupo.
Había aprendido mucho. El Gran Desastre —así llamaba ahora a la epidemia— no había despoblado enteramente el mundo. No había por qué comprometer el futuro uniéndose a cualquiera. Era preferible buscar y elegir. Por otra parte, todos los que había encontrado hasta ahora estaban en los límites de la locura.
Se le ocurrió una nueva idea, que podía expresarse con una nueva fórmula: el Golpe de Gracia. La mayoría de los que habían escapado al Gran Desastre caerían víctimas de algún mal que habían evitado hasta entonces. Muchos se matarían bebiendo. Se habían cometido, sospechaba, algunos asesinatos, y habían abundado, seguramente, los suicidas. Algunos hombres que habían arrastrado en otro tiempo una existencia normal, como el viejo, no podrían sobreponerse y enloquecerían. Muchos heridos y enfermos morirían por falta de cuidados. De acuerdo con una ley biológica, toda especie debe contar con un número mínimo de representantes. Por debajo de ese número está irremediablemente condenada.
¿La humanidad sobrevivirá? Punto capital, que podía animar a Ish. De acuerdo con los resultados de la jornada, las esperanzas eran pocas. ¿Y quién puede desear que sobreviva una humanidad de fantoches?