Читаем La Tierra permanece полностью

¿Debía regresar a la casa, o continuar el viaje? Pensó en el primer momento que no se atrevería a entrar otra vez en aquellos cuartos vacíos. Se le ocurrió luego que sus padres, si por rara fortuna seguían con vida, volverían como él a la casa. Al cabo de media hora, venciendo su repugnancia, franqueó el umbral.

Recorrió otra vez las habitaciones, donde se oía el lenguaje patético de las casas abandonadas. De cuando en cuando algún objeto le hablaba con más fuerza… la costosa enciclopedia que su padre había comprado recientemente, después de muchas dudas… la maceta de geranios de su madre, que ahora necesitaba agua… el barómetro que su padre consultaba todas las mañanas, antes del desayuno. Sí, era una sencilla casa de un humilde profesor de historia que vivía entregado a sus libros, y de una mujer —secretaria de la YWCA— que había hecho de ella un hogar.

Al cabo de un rato, se sentó en la sala. Entre los muebles, los cuadros y los libros familiares, fue sintiéndose poco a poco menos abatido.

Al caer el crepúsculo, recordó que no había comido desde la mañana. No tenía apetito, pero su debilidad podía deberse a la falta de alimento. Revisó un armario y abrió una lata de sopa. No había más pan que un mendrugo mohoso. En la nevera encontró manteca y un poco de queso. Descubrió unas galletas en otro armario. La presión del gas era débil, pero alcanzó a calentar la sopa.

Después se sentó en el porche, en la oscuridad. A pesar de la comida, apenas se tenía en pie, y comprendió que había sufrido un rudo golpe.

Desde la avenida San Lupo, en la falda de la loma, se veía una gran parte de la ciudad. Y nada parecía haber cambiado. La producción de electricidad era sin duda automática. En las fábricas hidroeléctricas, el agua alimentaba aún los generadores. Y alguien había ordenado, cuando todo empezó a empeorar, que no se apagaran las luces. Allá abajo brillaba el puente de la bahía, y, más lejos, el resplandor de San Francisco y el marco luminoso del Golden Gate disipaban las nieblas de la noche. Las señales de tránsito funcionaban aún, pasando del verde al rojo. De lo alto de las torres, los reflectores enviaban silenciosos avisos a aviones que no volarían más. Lejos, hacia el sur, en algún lugar de Oakland, había, sin embargo, una zona oscura. Un conmutador descompuesto quizás, o un fusible quemado… Los anuncios luminosos, algunos por lo menos, seguían encendidos. Lanzaban patéticamente sus reclamos publicitarios a un mundo sin clientes ni vendedores. Un enorme cartel, que una casa cercana ocultaba en parte, seguía transmitiendo: Beba… Pero Ish no veía qué debía beber.

Siguió mirando, casi hipnotizado. Beba

… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba… Bueno, ¿por qué no?, pensó. Fue a buscar la botella de coñac de su padre.

Pero el coñac era débil y no encontró en él ningún consuelo. No soy hombre, pensó, de buscar la muerte en el alcohol. El anuncio que brillaba allá abajo era más interesante. Beba… oscuridad.

Beba… oscuridad. Beba. ¿Cuánto tiempo brillarían esas luces? ¿Cómo se apagarían? ¿Qué mecanismos seguirían funcionando? ¿Qué destino tendría esa obra, edificada lentamente a lo largo de los siglos, y que ahora sobrevivía a su creador?

Supongo, pensó Ish, que la mejor solución sería el suicidio. Pero no, es demasiado pronto. Estoy vivo, y hay quizás otros sobrevivientes. Somos como moléculas de gas que flotan sin encontrarse en un vacío neumático.

Cayó otra vez, lentamente, en un desaliento cercano a la desesperación. Sí, podía vivir, alimentándose como un necrófago de los víveres de los almacenes. Podía unirse a otros hombres. ¿Y luego? Si se hubiera encontrado con media docena de amigos todo sería diferente. Pero ahora no podría evitar a los imbéciles, o aún a los canallas. Alzó los ojos y vio otra vez el anuncio que brillaba a lo lejos: Beba

… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba. Y volvió a preguntarse cuánto tiempo brillarían aún esas inútiles letras de fuego. Y aquello que había visto durante el día. ¿Qué sería del coyote que corría a saltos por la carretera? Las vacas y los caballos paseaban lentamente alrededor del abrevadero, bajo las aspas del molino. ¿Durante cuánto tiempo giraría el molino, sacando agua de las honduras de la tierra?

De pronto, se sobresaltó. Parecía que el deseo de vivir despertaba en él. No sería un actor, quizá; no quedaban papeles para él en el mundo, pero sería por lo menos un espectador más; un espectador habituado ya a observar el mundo. El telón había caído, era cierto; pero ahora, ante su mirada de investigador, iba a desarrollarse el primer acto de un drama insólito. Durante miles de años el hombre había sido el amo indiscutido de la tierra. Y he aquí que ese rey de la creación desaparecía ahora, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Aunque la raza humana no se hubiera extinguido del todo, los sobrevivientes tardarían siglos en retomar las riendas del poder. ¿Qué sería del mundo y sus criaturas sin el hombre? Y bien, él, Ish, iba a verlo.

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