Читаем La Tierra permanece полностью

Su auto era viejo. Podía elegir algún otro entre los centenares de coches abandonados. En la mayoría faltaban las llaves. Pero al fin encontró en un garaje una camioneta con llaves, que respondía a sus deseos. Encendió el motor; funcionaba perfectamente. Se preparaba a partir cuando lo asaltó una sensación de malestar. No era la pena de abandonar su viejo auto. De pronto recordó. Regresó a su coche y recogió el martillo. Lo llevó a la camioneta y lo puso en el piso, a sus pies. Luego, salió del garaje.

En un almacén desayunó un poco de queso y unos bizcochos mientras elegía en los estantes algunas provisiones. Los víveres abundarían en todas las ciudades. Pero convenía llevar unas reservas en el coche. Otras tiendas le proporcionaron un saco de dormir, un hacha, una pala, un impermeable, cigarrillos, una botellita de coñac. Recordando las aventuras de la víspera, entró en una armería y eligió un fusil liviano, una carabina de repetición, una pistola automática que podía llevar fácilmente en el bolsillo, y un cuchillo de caza.

Ya en la camioneta, y listo para partir, vio al perro. Había visto muchos perros en los últimos días, apartándolos siempre de su mente. Ofrecían un patético espectáculo, y aparentemente no les gustaba lo que ocurría. A veces parecían famélicos, o demasiado bien alimentados. Algunos se encogían, asustados, otros mostraban los dientes, muy seguros de sí mismos. Éste era un pequeño perro de caza, blanco y parduzco, de orejas largas y caídas. Un sabueso, probablemente, aunque sabía muy poco de razas caninas. Sentado prudentemente a unos tres metros de distancia, el perro miró a Ish, movió la cola, y lloriqueó débilmente.

—¡Fuera! —gritó Ish, sintiendo como si levantara un muro contra lazos de afecto que sólo podían terminar con la muerte—. ¡Fuera! —repitió. Pero el perro avanzó unos pasos, se tendió en la acera con el hocico entre las patas, y fijó en Ish unos ojos suplicantes. Las largas orejas caídas le daban una expresión de infinita tristeza, como si Ish le partiera el corazón. De pronto, sin querer, Ish sonrió, y pensó que era su primera sonrisa sin ironía desde el día de la serpiente.

Se dominó, pero el perro, que había visto en seguida su cambio de humor, se le restregaba ya contra las piernas. Ish lo miró y el animal se escurrió, con un temor fingido o real, describió un círculo interrumpido por dos saltos de costado, se dejó caer otra vez con la cabeza entre las patas, y lanzó un corto ladrido ansioso que terminó en un gemido. Ish sonrió de nuevo, esta vez abiertamente, y el perro comprendió sin duda que había ganado la partida. Echó a correr otra vez, cambiando rápidamente de dirección, como si persiguiera un conejo. Al fin se arrojó osadamente a los pies de Ish, y alargó la cabeza como esperando una caricia y diciendo: «¿No estuve bien?» Ish comprendió y le puso la mano en la cabeza y le acarició el lustroso pelaje. El perro lanzó un pequeño gruñido de satisfacción, y movió con tanta fuerza la cola, que se le estremecieron las orejas. Puso los claros ojos en blanco. Era la imagen misma de la adoración. Unas arruguitas le cruzaban la frente. Un caso de amor a primera vista. Parecía que el perro dijera: «No hay otro hombre en el mundo para mí».

Ish confesó su derrota. Se agachó y acarició francamente al nuevo amigo. Bueno, pensó, quiéralo o no, tengo un perro. Es decir, el perro me tiene a mí.

Abrió la puerta de la camioneta y el perro saltó y se instaló en el asiento como si estuviese en su casa.

En un almacén, Ish encontró una caja de galletas para perro. Le dio una. El perro la aceptó sin demostrar cariño o agradecimiento. El hombre tenía el deber de alimentarlo, y toda muestra de gratitud era por lo tanto superflua. Ish notó entonces por primera vez que en realidad el animal no era un perro sino una perra. Bien, pensó, he hecho una verdadera conquista.

Volvió a su casa y recogió algunas cosas: trajes, un par de anteojos de campaña, libros. Se preguntó si necesitaría algo más. El viaje podía llevarlo a la otra orilla del continente. Al fin se encogió de hombros.

En la cartera tenía diecinueve dólares, en billetes de cinco y de uno. Era más que suficiente. Pensó en tirar la cartera, pero al fin la guardó. Estaba tan acostumbrado a llevarla en el bolsillo que sin ella se sentiría incómodo. El dinero no molestaba.

Sin muchas esperanzas, escribió una nota y la dejó bien a la vista en la sala. Si sus padres regresaban, sabrían que podían esperarlo, o dejarle un mensaje.

De pie junto al auto, echó una mirada de despedida a la avenida San Lupo. La calle estaba desierta. Las casas y los árboles no habían cambiado, pero notó otra vez en el césped y los jardines la falta de riego y cuidados. A pesar de las nieblas nocturnas, el seco verano californiano marchitaba las plantas.

Era media tarde. Pero Ish decidió partir en seguida. Deseaba alejarse y pasar la noche en otra ciudad.


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