Un zumbido firme y regular subía del motor. La mañana del segundo día Ish manejó con exagerada prudencia, temiendo siempre que se le reventara un neumático, que se le descompusieran los frenos, o que alguna vaca se le cruzara en el camino. Con los ojos fijos en el velocímetro, trataba de no superar los sesenta kilómetros por hora.
Pero el motor era poderoso, y la aguja subía a cada instante a los setenta y los ochenta.
La velocidad lo fue sacando poco a poco de aquella depresión. El mero cambio era ya un alivio; la huida, un solaz. Pero Ish sabía que escapaba sobre todo, por un tiempo, a la necesidad de decidir. Inclinado sobre el volante, viendo cómo se alzaba a cada momento el telón de un nuevo decorado, no hacía planes para el futuro, no pensaba cómo iba a vivir, ni si iba a vivir. Sólo le preocupaba cómo doblar la próxima curva.
La perra estaba echada en el asiento. De cuando en cuando ponía la cabeza en las rodillas de su nuevo amo; en general dormía apaciblemente, y su presencia era también un alivio.
El espejo retrovisor no mostraba nunca un auto. Ish, por costumbre, lo miraba a menudo, y veía las imágenes de la carabina y el fusil, el saco de dormir y las latas de conserva en el asiento de atrás. Era como un marino en alta mar, con su barca llena de provisiones, preparada para cualquier emergencia; y sentía, también, esa profunda desesperación del náufrago, la desolación de la inmensidad.
Siguió la carretera 99, que cruzaba el valle de San Joaquín. No se apresuraba, pero la velocidad media era excelente. No había camiones que lo obligasen a aminorar la marcha, y no era necesario detenerse obedeciendo a las luces del tránsito —aunque la mayoría funcionaba aún—, ni disminuir la velocidad en las ciudades. En realidad, y a pesar de sus temores, debía reconocer que la carretera 99 era ahora más segura que antes, con su tránsito denso y alocado.
No vio ningún hombre. Si buscara en las ciudades y pueblos, quizá pudiera descubrir a alguien; pero ¿para qué? Podía encontrar a algún individuo aislado en cualquier momento. Quería comprobar ahora si no había alguna ciudad con vida.
La amplia llanura se extendía hasta el horizonte: viñedos, huertas, campos de melones, sembrados de algodón. El ojo experimentado de un campesino habría podido descubrir quizá los efectos de la desaparición del hombre, pero para Ish no había ningún cambio.
En Bakesfield dejó la carretera 99 y tomó el tortuoso camino que llevaba al paso de Tehachapi. Los campos se transformaron en laderas cubiertas de robles, y luego en pinares parecidos a parques. La soledad pesaba menos en estos sitios, que habían estado casi siempre deshabitados. Ish llegó al extremo del desfiladero. El desierto asomaba en el horizonte. Sintió miedo, otra vez. Aunque el sol estaba todavía muy alto, se detuvo en el pueblo de Mojave y empezó a prepararse.
Para atravesar aquellos trescientos kilómetros de desierto, aun en la vieja época, el automovilista debía llevar su provisión de agua. En algunos lugares, si el coche sufría una avería había que caminar todo un día para encontrar un puesto caminero. Ish, que sólo podía contar consigo mismo, debía multiplicar las precauciones.
Encontró una ferretería. La puerta maciza estaba cerrada con dos vueltas de llave. Ish rompió un escaparate con el martillo y entró. Tomó tres grandes cantimploras y las llenó en un grifo de donde salía aún un débil hilo de agua. De un almacén sacó una garrafa con cinco litros de vino tinto.