En Kingman no había electricidad, pero el agua corría aún. Un depósito de gas líquido alimentaba la cocina del hotel y la presión era normal. La falta de refrigeración eléctrica privó a Ish de huevos, manteca y leche. Pero después de asaltar un almacén pudo prepararse un excelente desayuno: pomelos en su jugo, salchichas en lata, mermeladas. Preparó una buena cantidad de café y le añadió leche condensada y azúcar. Princesa se hartó de carne de caballo en conserva. Después del desayuno, y con la ayuda del martillo y un cincel, Ish agujereó el tanque de un camión, recogió la gasolina en una lata y pasó el combustible a su coche. En la ciudad había algunos cadáveres, pero el calor seco de Arizona los había momificado.
Más allá de Kingman, unos densos pinares se perdían a lo lejos. La carretera era casi el único testimonio de la actividad del hombre. No había hilos telefónicos; las cercas eran raras. Las praderas se extendían a derecha e izquierda, verdes por las lluvias del verano y salpicadas de arbustos. El pastoreo había cambiado el aspecto de los campos, y la desaparición del hombre traería otras modificaciones. Libres de la amenaza de los mataderos, los rebaños se multiplicarían, y antes que sus enemigos pudieran diezmarlos habrían devorado las hierbas hasta las raíces, cambiando la faz de la tierra. O era posible también que la fiebre aftosa cruzase la frontera de México acabando con los vacunos. Y quizá los lobos y pumas se propagarían muy rápidamente. De todos modos, al cabo de veinticinco o cincuenta años, la situación se estabilizaría, y el mundo sería otra vez como antes de la llegada del hombre blanco.