Los dos primeros días, Ish había sentido miedo; el tercero había reaccionado lanzándose por los caminos a toda velocidad. Hoy no había en él más que serenidad y calma. Se sentía penetrado por el silencio que había caído sobre el mundo. En el tiempo que había pasado en las montañas, había gustado del silencio sin analizarlo, y no había advertido que el ruido era una invención humana. Había muchas definiciones del hombre, y él añadiría otra: «El animal que creó el ruido». No oía ahora sino el ronroneo casi imperceptible del motor, y no necesitaba recurrir a la bocina. No había camiones con ruidosos tubos de escape, silbidos de trenes, rugidos de aviones en el cielo. Todo había callado. Los pueblos habían enmudecido también, sin sirenas, campanas, vociferantes aparatos de radio, voces de seres humanos. Aquella era quizá la paz de la muerte, pero de todos modos era la paz.
Ish conducía lentamente, pero no por miedo. Cuando tenía ganas, se detenía a mirar algo, y a veces se entretenía tratando de oír algún sonido. A menudo, callado el motor, reinaba un silencio total, aun en las ciudades. Otras veces oía sólo el aleteo de un pájaro, o el débil zumbido de un insecto, o el murmullo del viento en las hojas. En una ocasión, y con una sensación de alivio, oyó el apagado rumor de una tormenta lejana.
Ahora, en las primeras horas de la tarde, había llegado a una meseta cubierta de pinos. Al norte asomaba un pico nevado.
Llegó a Williams. En la estación había un aerodinámico tren de acero. En Flagstaff, un incendio había destruido gran parte de la ciudad. No encontró a nadie.
Poco más allá de Flagstaff, después de una curva, vio dos cuervos que alzaban vuelo, abandonando su presa. Se acercó un poco atemorizado, pero era sólo un carnero. El animal yacía tiesamente en el camino, con el cuello ensangrentado. Había otros cadáveres a orilla de la carretera. Ish contó veintiséis.
¿Perros o coyotes? No podía decirlo, pero no era difícil reconstruir la escena. Acorralados, los carneros habían huido por la pradera, y los que se encontraban a los lados del rebaño habían sido separados de sus compañeros.
Un poco más lejos se le ocurrió tomar el camino que llevaba al monumento nacional de Walnut Canyon. La casa del conservador dominaba el profundo cañón, sembrado de ruinas, vestigio de moradas trogloditas. Faltaba una hora para la puesta del sol, e Ish se entretuvo en seguir el estrecho sendero y contemplar con una sonrisa sin alegría aquellos escombros donde habían vivido otros hombres. Volvió sobre sus pasos, y pasó la noche en la casa a orillas del cañón. El agua de una tormenta había entrado por debajo de la puerta, estropeando el piso. Caerían otras lluvias, año tras año, y muy pronto la hermosa casa no sería muy distinta de aquellos otros refugios al pie de los acantilados. Y se confundirían las ruinas de las dos civilizaciones.