El calor era aplastante, y poco a poco destruía en Ish los hábitos de la vida civilizada. Se afeitaba aún todos los días, porque se sentía así más cómodo, no porque le preocupara su propio aspecto. Pero el cabello, mal recortado, le caía en largas mechas. Vestía un par de pantalones y una camisa de cuello abierto. Todas las mañanas tiraba la camisa y se ponía una limpia. Había perdido su sombrero de fieltro gris, y en un bazar de Oklahoma había tomado uno de esos ordinarios sombreros de paja que usaban los cosechadores para protegerse del sol.
Aquella misma tarde entró en Arkansas, y le pareció notar un cambio. El tiempo era cálido y húmedo. La vegetación lo invadía todo, carreteras y edificios. Las hiedras y rosales trepadores tapaban las ventanas y colgaban ya de los techos y porches. Las casas más pequeñas parecían retroceder y esconderse en los bosques. Las cercas desaparecían también. La carretera se confundía con el campo. La hierba y las malezas asomaban en las grietas minúsculas del cemento. Los largos brazos de algunas trepadoras llegaban hasta la línea blanca que dividía la ruta, y se unían a los que venían del otro lado.
Los duraznos estaban maduros, e Ish animó un poco su menú de conservas con una incursión a una huerta. Unos cerdos que comían la fruta caída escaparon al verlo. Aquella noche durmió en North Little Rock.
A la mañana siguiente, en las afueras de una aldea, Ish saltó casi en el asiento. El espectáculo era sorprendente: un jardín sin malezas, bien regado y cuidado. Detuvo el coche, descendió, y se encontró por primera vez con lo que podría llamarse, generosamente, un grupo social. Era una familia de negros: un hombre, una mujer de mediana edad y un niño. La abultada cintura de la mujer prometía la llegada de un cuarto ciudadano.
Eran gente tímida. El chico se mantenía aparte, curioso, pero asustado, rascándose la cabeza. La mujer guardaba silencio y no hablaba sino cuando se le preguntaba algo. El hombre se había sacado el sombrero de paja y estrujaba nerviosamente el ala gastada y rota. Unas gotas de transpiración, debidas al calor o el nerviosismo, le corrían por la frente negra y brillante.
Ish comprendía apenas el oscuro dialecto, que la turbación hacía aún más ininteligible. Dedujo, sin embargo, que no había por allí otros sobrevivientes. En realidad, sabían muy poco, pues después del desastre no habían hecho más que cortos paseos a pie, sin alejarse del lugar. No eran una familia, sino una asociación fortuita de tres sobrevivientes, tres seres humanos que escapando a la ley de probabilidades se habían salvado en un mismo villorrio.
Ish comprendió pronto que estaban aún afectados por la catástrofe, y que conservaban los arraigados hábitos de su existencia anterior. Apenas se atrevían a hablar en presencia de un blanco, y no alzaban nunca los ojos.
A pesar de la evidente mala disposición de aquella gente, Ish examinó el lugar. Aunque habían podido elegir entre todas las casas de la aldea, se habían contentado con la cabaña donde vivía la mujer antes del desastre. Ish vio desde la puerta la cama y las sillas desvencijadas, la cocina de hierro, la mesa con un mantel de hule y las moscas que zumbaban sobre unos comestibles. El exterior tenía mejor aspecto. El jardín era casi exuberante, había un buen campo de trigo, y cultivaban también algodón. Ish se preguntó qué diablos pensarían hacer con aquel algodón. Aparentemente, habían continuado con las viejas tareas, obteniendo así una sensación de seguridad.
Tenían también pollos y algunos cerdos en un corral. Se turbaron tanto cuando Ish miró los cerdos, que era evidente que los habían sacado de alguna porqueriza ajena. Ahora el hombre blanco los obligaría a devolver los animales.