Al día siguiente la nueva batería había dejado de funcionar. Estaba en mal estado, o habían cometido algún error al instalarla. Esta vez, sin embargo, no sintió pánico, y no se apresuró. Dos días después, decidió solucionar el problema. Lo ayudó la suerte, o puso más cuidado, pero al fin las baterías funcionaron satisfactoriamente.
La cabeza de Em reposaba sobre el brazo plegado de Ish, y él le miraba los límpidos ojos negros. Estaban acostados en el diván de la sala. El rostro de Em parecía aún más oscuro a la luz del crepúsculo.
Un problema, pensaba Ish, estaba aún sin solución. Y ella lo había sacado a la luz.
—Sería maravilloso.
—No estoy tan seguro.
—Oh, sí.
—No me gusta.
—¿Por mí?
—Sí, sería peligroso. Sólo cuentas conmigo y yo no te serviría de mucho.
—Pero puedes leer todos los libros.
—Los libros —repitió Ish con una breve risa—.
—También podrías buscar los libros y leerlos. Sería útil. Y yo en verdad no necesitaría mucha ayuda. Pasé por eso dos veces, ya sabes. No fue nada terrible.
—Quizá. Pero sería diferente sin médicos y hospitales. ¿Por qué piensas tanto en eso?
—Es una ley biológica, supongo. Algo natural.
—¿Crees que es necesario perpetuar la vida, que es nuestro deber asegurar el porvenir?
Em calló. Ish adivinó que ella reflexionaba, y que la reflexión no era una de sus virtudes. Sus decisiones nacían espontáneamente, de lo más profundo de su ser.
—No sé —dijo ella al fin—, no sé si es necesario que la vida continúe. ¿Por qué debería continuar? No, es puro egoísmo. Quiero un hijo, eso es todo. Oh, me es difícil explicártelo. Quiero un beso, también. —Ish la besó—. Me gustaría saber hablar —continuó ella—. Me gustaría poder expresar lo que pienso.