Читаем La Tierra permanece полностью

Al día siguiente la nueva batería había dejado de funcionar. Estaba en mal estado, o habían cometido algún error al instalarla. Esta vez, sin embargo, no sintió pánico, y no se apresuró. Dos días después, decidió solucionar el problema. Lo ayudó la suerte, o puso más cuidado, pero al fin las baterías funcionaron satisfactoriamente.


Vestidos de lacas bruñidas y cromo brillante, las piezas del motor dispuestas en un orden milimétrico, los conmutadores exactos como cronómetros, habían sido el orgullo de una civilización, y su símbolo.

Y ahora están encerrados ignominiosamente en los garajes, abandonados en los parques de estacionamiento o junto a las aceras. El viento los cubre de hojas muertas y polvo. Y la lluvia transforma este polvo y estas hojas en un barro donde caen otros polvos y otras hojas. Los parabrisas son cristales opacos.

En el interior, los cambios son más lentos. Las superficies aceitadas resisten a la herrumbre. Las bobinas, los conmutadores, los carburadores y las bujías se mantienen en buen estado.

En las baterías, noche y día, operan lentas reacciones químicas, descomponiendo y neutralizando. Pasan algunos meses y los acumuladores mueren. Pero, separados, los acumuladores y ácidos no se alteran, y poner el ácido y adaptar el nuevo acumulador no es tarea difícil. Los acumuladores no son, pues, el punto débil.

El punto débil son sobre todo los neumáticos. El caucho se descompone lentamente. Los neumáticos viven un año, cinco años, pero llevan en sí el principio de la muerte. Las cámaras se desinflan, y los neumáticos, aplastados por el peso del coche, son pronto inútiles. El caucho se altera aún bajo techo. Los neumáticos almacenados durarán diez, veinte años, quizá más aún. Pero entonces ya no habrá rutas, y los hombres no sabrán conducir un automóvil, y hasta habrán perdido el deseo de hacerlo.


La cabeza de Em reposaba sobre el brazo plegado de Ish, y él le miraba los límpidos ojos negros. Estaban acostados en el diván de la sala. El rostro de Em parecía aún más oscuro a la luz del crepúsculo.

Un problema, pensaba Ish, estaba aún sin solución. Y ella lo había sacado a la luz.

—Sería maravilloso.

—No estoy tan seguro.

—Oh, sí.

—No me gusta.

—¿Por mí?

—Sí, sería peligroso. Sólo cuentas conmigo y yo no te serviría de mucho.

—Pero puedes leer todos los libros.

—Los libros —repitió Ish con una breve risa—. La comadrona práctica, Patología del parto.

No, no me gustaría, aunque tú pienses de otro modo.

—También podrías buscar los libros y leerlos. Sería útil. Y yo en verdad no necesitaría mucha ayuda. Pasé por eso dos veces, ya sabes. No fue nada terrible.

—Quizá. Pero sería diferente sin médicos y hospitales. ¿Por qué piensas tanto en eso?

—Es una ley biológica, supongo. Algo natural.

—¿Crees que es necesario perpetuar la vida, que es nuestro deber asegurar el porvenir?

Em calló. Ish adivinó que ella reflexionaba, y que la reflexión no era una de sus virtudes. Sus decisiones nacían espontáneamente, de lo más profundo de su ser.

—No sé —dijo ella al fin—, no sé si es necesario que la vida continúe. ¿Por qué debería continuar? No, es puro egoísmo. Quiero un hijo, eso es todo. Oh, me es difícil explicártelo. Quiero un beso, también. —Ish la besó—. Me gustaría saber hablar —continuó ella—. Me gustaría poder expresar lo que pienso.

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