Ish paró el motor en el otro lado de la calle y esperó. No apareció nadie. Titubeó un minuto. Luego, en un repentino impulso, abrió la portezuela y bajó del coche. Pero Princesa se le adelantó y corrió hacia la casa ladrando furiosamente. Su olfato le revelaba quizás una presencia desconocida. Con un juramento, Ish la siguió. Esta vez la perra lo obligaba a actuar. Se detuvo un segundo, pensando que no llevaba armas. Las normas de cortesía recomendaban no presentarse en casa ajena empuñando un revólver. Recogió impulsivamente el viejo martillo y cruzó la calle. Detrás de la persiana se perfilaba una sombra.
Pisaba la acera, cuando la puerta se abrió unos centímetros y el haz de una linterna cayó sobre él. Ish, enceguecido, se detuvo y esperó. Princesa, muda de miedo, se batió en retirada. Ish tuvo la desagradable impresión de que le apuntaban con un revólver. Y aquella luz, que no lo dejaba ver. Se había apresurado. La llegada de un desconocido en medio de la noche siempre asusta a la gente. Felizmente se había afeitado aquella mañana y llevaba un traje bastante limpio.
El silencio no terminaba nunca. Ish esperaba la pregunta, inevitable, pero un poco ridícula: «¿Quién es?», o la orden: «¡Arriba las manos!» Se sorprendió realmente cuando oyó una voz de mujer que decía solamente:
—¡Qué hermoso perro!
La voz era suave y modulada. Ish se sintió invadido por una cálida ternura.
La linterna eléctrica bajó al fin e iluminó la acera. Princesa correteó por el charco de luz, moviendo alegremente la cola. La puerta de la casa se abrió de par en par, y recortada contra la vaga luz del vestíbulo, Ish vio la silueta de una mujer arrodillada que acariciaba a la perra. Dio un paso adelante, llevando en la mano el ridículo martillo.
Princesa, excitada, dio un salto y se metió en la casa. La mujer se incorporó con un grito que era también una risa y se lanzó en su persecución. ¡Dios mío, tiene un gato!, pensó Ish, acercándose.
Pero cuando entró, Princesa corría simplemente alrededor de la mesa, olfateando las sillas, y la mujer protegía una lámpara de petróleo de los saltos del animal.
Era una mujer alta, morena, de unos treinta años. Observaba las cabriolas de Princesa y en su risa vibraba el eco del paraíso perdido. De pronto, algo se quebró en el corazón de Ish, y rió alegremente.
Cuando la mujer volvió a hablar, no hizo preguntas ni dio órdenes:
—Es magnífico ver a alguien —dijo.
Ish no encontró nada mejor que excusarse por el martillo, que aún tenía en la mano.
—Perdón por la herramienta —dijo, y la dejó en el piso, con el mango hacia arriba.
—No se preocupe, lo entiendo muy bien —dijo ella—. He conocido eso. Hay que llevar algo. La moneda de la suerte o la pata de conejo, ¿recuerda? No hemos cambiado mucho.
Ish temblaba ahora. Se sentía sin fuerzas. Tenía la impresión casi física de otras barreras que se derrumbaban: esas indispensables barreras defensivas que había elevado en meses de soledad y desesperanza. Dominado por el deseo irresistible de un contacto humano, hizo el viejo ademán convencional y tendió la mano derecha. La mujer se la apretó, y advirtiendo que Ish temblaba, lo llevó hacia una silla y casi lo obligó a sentarse. Luego le palmeó ligeramente la espalda.
—Le prepararé algo de cenar —dijo.
Ish no protestó, a pesar de que había cenado antes de salir. El propósito de la invitación tan serena no era calmar una exigencia corporal. La comida en común era un símbolo: sentarse a la misma mesa, compartir el pan y la sal, el primer lazo que unía a los seres humanos.
Ahora estaban sentados uno frente a otro. Comieron un poco, sin apetito, como cumpliendo un rito. El pan era fresco.
—Lo hice yo misma —dijo ella—, pero es cada vez más difícil encontrar harina sin gusanos.
No había manteca, pero sí miel y mermelada para el pan, y una botella de vino tinto.
Y como un niño, Ish se puso a hablar. Esta vez no era como en Nueva York, con Ann y Milt. En aquel tiempo se había refugiado tras sus barricadas. Ahora, y por primera vez, contaba su vida después del desastre. Hasta mostró la cicatriz de los dientes de la serpiente y las marcas más grandes donde había aplicado la ventosa. Describió su terror, su huida, y esa soledad que ahora su imaginación y su pensamiento rechazaban. Y de cuando en cuando ella interrumpía para murmurar:
—Sí, ya sé. Pasé por eso. Continúe.
La mujer había asistido a la catástrofe. Y sin embargo, adivinaba Ish, la había afectado menos. No parecía sentir la necesidad de hablar, pero invitaba a Ish a que contara sus experiencias.
Y mientras hablaba, Ish comprendió que, para él al menos, no era aquél un encuentro fortuito, un breve paréntesis. Todo su futuro estaba allí. Había encontrado en su camino hombres y mujeres, y nunca había querido unirse a ellos. Quizá el tiempo había curado las heridas. O quizá aquella mujer era diferente.