Alargó un brazo hacia la mesa y sacó un fósforo de la caja. Fumaba más que él, e Ish supuso que tomaría también un cigarrillo. Pero se engañó. Era un fósforo grande de cocina. Em lo hizo girar entre el pulgar y el índice, sin hablar. Luego lo frotó contra la caja.
Se alzó una llama, que se debilitó en seguida y corrió por la madera del fósforo. De pronto, Em sopló y lo apagó.
Ish comprendió vagamente que Em, a falta de palabras, había intentado —quizás inconscientemente— expresar algo que no sabía decir. Y creyó haber adivinado. El fósforo no vivía en la caja, sino sólo cuando ardía… y no podía arder siempre. Lo mismo era para los hombres y las mujeres. Vivir era consumir la vida.
Recordó entonces su terror de los primeros días y el momento en que había vencido ese terror, cuando había sacado la motocicleta del coche, dejándola caer al borde del camino. Recordó con qué exaltación había desafiado a la muerte y las potencias tenebrosas.
El cuerpo de Em se estremeció entre sus brazos. Sí, pensó Ish con humildad, de cuando en cuando él representaba el papel de héroe, pero para ella el heroísmo era pan cotidiano.
—Muy bien —dijo—. Supongo que tienes razón. Leeré libros.
—Sí —dijo ella—. Quizá necesite realmente un poco de ayuda.
Ish sintió el contacto del cuerpo tibio de Em y se sintió golpeado otra vez por la soledad y el terror. ¿Quién era él para llevar a la humanidad por el largo e incierto camino del futuro? Pero esto duró muy poco. El coraje de Em lo animó. Sí, pensó, ella será la madre de las naciones. Sin valor, todo está perdido.
Y entonces, de pronto, fue otra vez consciente del cuerpo de Em.
Titubeaban aún, cuando una mañana Em miró hacia afuera y dijo:
—¡Oh, ratas!
Ish miró. Dos ratas corrían a lo largo del seto, buscando algo de comer, o investigando. Em le mostró las ratas a Princesa a través de la ventana y abrió la puerta. Fiel a los instintos de su raza, la perra se precipitó afuera ladrando y las ratas desaparecieron.
A mediodía vieron otras ratas cerca de la casa, en la calle y los jardines.
A la mañana siguiente, era una invasión. Había ratas en todas partes.
Eran ratas comunes, ni más pequeñas ni más grandes que antes, ni flacas ni gordas. Ish recordó la invasión de hormigas y se estremeció.
Decidió emprender una investigación científica; el mejor remedio para vencer aquel horror era estudiarlo.
Recorrieron la ciudad en coche, aplastando aquí y allá alguna rata que caía bajo las ruedas. La primera vez el horrible ruido los estremeció, pero el incidente se repitió tantas veces que pronto se acostumbraron. Las ratas ocupaban casi toda la ciudad, pero llegaban también al campo y habían conquistado más terreno que las hormigas.
La situación era clara. Ish recordaba estadísticas donde se afirmaba que el número de ratas en una ciudad es aproximadamente igual al número de habitantes.
—Ya ves —le explicó a Em—, esto nos da un millón de ratas como número inicial, o sea unas quinientas mil hembras. Algunas tiendas y almacenes son aún inaccesibles para los roedores, pero deben de disponer desde hace tiempo de comida en abundancia.
—¿Cuántas ratas habrá en la ciudad?
—No puedo calcularlo ahora. Lo intentaré más tarde.
De noche, en la casa, se abocó al problema. La enciclopedia de su padre le informó que las ratas daban a luz casi todos los meses una camada de diez. A los dos meses de reproducción habría en la ciudad diez millones de ratas. Las hijas hembras, a su vez, eran fecundas a la edad de dos meses. Sí, el promedio de mortalidad era sin duda bastante elevado, e Ish no pudo determinar cuántas ratas llegarían a la edad adulta. Pero de todos modos el crecimiento era prodigioso. Renunció a seguir calculando.