Читаем La Tierra permanece полностью

—Bueno —declaró Ish—, el error no puede ser muy grande. Si añadimos un día a la hora de la última puesta, estaremos muy cerca del solsticio. Y si le añadimos diez días habremos entrado en el nuevo año.

—¿No es estúpido? —preguntó Em.

—¿Por qué?

—¿No debería comenzar el año cuando el sol se dirige otra vez hacia el norte? ¿No se pensó eso en un principio, y luego hubo una confusión y se perdieron diez días?

—Sí, creo que ocurrió algo parecido.

—Y bien, ¿por qué no hacer coincidir nuestro nuevo año con eso que tú llamas… el solsticio? Sería más simple.

—Sí, pero uno no puede tomarse libertades con el calendario. Es muy antiguo. No vamos a cambiarlo ahora.

—¿No lo cambió un tal Julio? Hubo algunas dificultades, creo recordar, pero los cambios se hicieron.

—Sí, tienes razón. Podríamos reformarlo, si quisiéramos. Me siento, realmente, un hombre importante.

Luego, dejando que la imaginación se desbordara, decidieron que en la loma donde vivían había todo un calendario. Los meses, las semanas y los días no tenían mucha importancia, pues el sol describía ante ellos todo su arco. Para fechar los acontecimientos sólo tenían que observar si el sol se ponía en medio del Golden Gate, si alcanzaba la primera cima del norte, o los otros puntos de la montaña. ¿Para qué dividir el tiempo en meses?

—Espera —dijo Em de pronto—. Las navidades no pueden estar muy lejos. No lo había pensado. ¿Crees que podré bajar a la ciudad antes que cierren las tiendas para comprarte una corbata?

Ish la miró sonriendo.

—Estas navidades deberían ser bastante lúgubres, y sin embargo estoy contento.

—El año próximo —dijo Em— será mejor. Le regalaremos el primer árbol.

—Sí, y un sonajero, ¿no te parece? Pero más hermoso será cuando tenga un tren eléctrico, que yo manejaré. No, pobrecito. No habrá para él trenes eléctricos. Aunque quizá nuestros nietos, dentro de veinticinco años, puedan disfrutar otra vez de la electricidad.

—¡Veinticinco años! En ese entonces seré una vieja. Pienso ahora en el porvenir más que en el pasado. Hasta hace poco tiempo el pasado me obsesionaba. Pero ahora… ¿Y los años? Habrá que señalar los años. Los náufragos en las islas desiertas hacen unas marcas en las cortezas de los árboles, ¿no es así? El niño querrá saber qué día ha nacido. Le servirá para votar, o sacar un pasaporte. Aunque quizá tú no quieras establecer estas formalidades. ¿En qué año estamos realmente?

Es algo bien femenino, pensó Ish, subordinar ideas tan importantes al futuro de un niño que aún no ha nacido. Sin embargo, como siempre, o casi siempre, el instinto de Em era infalible. Sería una lástima que se rompiera el hilo de la historia. Los arqueólogos, sin duda, podrían retomarlo alguna vez, pero podría evitárseles desde ahora ese trabajo.

—Tienes razón —dijo—. Por otra parte, es muy simple. Sabemos en qué año estamos, y cuando decidamos que ha empezado otro, grabaremos la fecha en una roca.

—¿No es tonto comenzar por un año de cuatro cifras? —dijo Em—. Para mí… —Se interrumpió y paseó a su alrededor una de aquellas calmas miradas que daban a veces la impresión de una dramática intensidad—. Para mí, este año será el año uno.

Aquella tarde dejó de llover. Las nubes estaban aún muy bajas, pero el aire era claro y limpio. Habrían podido verse las luces de San Francisco, si hubiesen estado encendidas.

Ish, de pie en el porche, miraba el oscuro oeste, y aspiraba profundamente el aire fresco y húmedo. Sentía aún aquella exaltación.

Hemos terminado con el pasado, se dijo. Estos últimos meses, esta cola de año, son sólo pasado. Es la hora cero, y estamos entre dos eras. Comienza una nueva vida. Comienza el año uno. ¡El año uno!

Ahora, ante él, en la oscuridad, ya no se extendía un mundo desierto, y en perpetuo cambio. En los años próximos se asistiría a la lucha de una sociedad que renacía de sus cenizas, y se ponía otra vez en camino. Y él, Ish, no sería el único espectador, o no sería sólo eso. Sabía leer. Tenía ya bastantes conocimientos. Añadiría otros, técnicos, psicológicos, políticos, si fuese necesario.

Otros sobrevivientes se unirían a él, hombres de valor, que colaborarían en la creación del mundo nuevo. Se prometió buscarlos. Buscaría con cuidado, apartando a todos los desequilibrados y enfermos.

Pero en lo más hondo de su ser acechaba aún un profundo terror. Em podía morir, y el espíritu del futuro desaparecería con ella. Y sin embargo, este terror no era real. El corazón de Em era una llama demasiado clara. Em era la vida misma. Era imposible asociarla a la idea de la muerte. Era la luz del futuro y sus hijos participarían de esa gloria. Oh, madre de las naciones. Tus hijos te bendecirán.

Él, solo, hubiera seguido viviendo, sintiendo que la muerte se acercaba furtivamente, como la oscuridad que una vez, al desaparecer las luces, lo había asaltado desde todos los rincones. Pero Em, con su esfuerzo, rechazaba la muerte, y la vida renacía ya en su seno. En aquella claridad, no había temores.

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