Читаем La Tierra permanece полностью

Era raro, y aun lógico, que el pensamiento de un niño cambiara así todas las cosas. Ish había conocido la desesperación, ahora lo iluminaba la esperanza. Imaginó el día en que el sol se pondría otra vez en el extremo meridional de su arco, y los dos —o los tres— irían a esculpir en una roca el número que conmemoraría el fin del año uno. No todo había terminado. La llama de la vida seguiría encendida.

Oh, mundo sin fin, pensó. Y con los ojos fijos en el extremo oriental de la ciudad desierta, aspiró a bocanadas el aire fresco y húmedo, y escuchó las palabras que cantaban en su interior: Oh, mundo sin fin. ¡Mundo sin fin!

Años fugitivos

No lejos de San Lupo había habido un jardín público. Unas grandes rocas componían un pintoresco escenario, y dos de ellas, unidas en la cima, formaban una gruta estrecha y alta. Una superficie rocosa, lisa y espaciosa como el piso de una pequeña habitación, y donde uno podía sentarse cómodamente, recubría la falta de la loma. En otro tiempo, muy anterior a lo que llamaban ahora los viejos días, había habitado allí una tribu, y en la superficie rocosa se veían aún unos agujeros donde los indios maceraban los granos con piedras.

Las estaciones habían cumplido su ciclo, y el sol, por segunda vez, declinaba al sur del Golden Gate, cuando un día Ish y Em subieron por la colina hacia las rocas. Era una serena y soleada tarde de invierno. Em llevaba al bebé, envuelto en una manta suave. Aunque ya otra vez embarazada, conservaba su ligereza de movimientos. Ish cargaba un martillo y un cincel. Princesa había salido con ellos, pero, como de costumbre, había desaparecido detrás de alguno de sus conejos.

Cuando llegaron a las rocas, Em se sentó al sol para alimentar al bebé, e Ish golpeó con el martillo y el cincel la lisa superficie. La roca era dura, mas pronto trazó una línea recta. Pero sería divertido adornarla un poco, y la conmemoración del primer circuito del sol, de sur a sur, bien merecía alguna ceremonia.

Añadió, pues, un trazo en la base de la línea recta y un gancho en la cabeza, y la figura se pareció así a una I de los viejos tiempos de la imprenta.

Terminada su obra, Ish se sentó al sol, junto a Em. El satisfecho bebé reía feliz. Jugaron con él.

—Bueno, ha pasado el año uno —dijo Ish.

—Sí —respondió Em—, pero yo lo llamaría el año del bebé. La memoria recuerda mejor los nombres que los números.

Así, desde el principio, llamaron a veces a un año no con un número sino por algún acontecimiento.

En la primavera del segundo año, Ish sembró su primer huerto. La horticultura nunca le había gustado, y por eso quizás a pesar de sus buenos propósitos, y dos tentativas poco entusiastas, no obtuvo nada el primer año. No obstante, al revolver con su azada el suelo húmedo y negro, sintió que el contacto con la tierra lo satisfacía de algún modo.

Ésta fue, por otra parte, la única alegría que le dio su huerto. Algunas semillas —costaba mucho encontrarlas a causa de las depredaciones de las ratas— eran viejas y no germinaban. Pronto aparecieron los caracoles y las babosas. Una caja de veneno los eliminó rápidamente. Pero cuando las lechugas empezaban a brotar, una cabra saltó la cerca y sólo dejó unas pocas hojas. Ish reforzó la cerca. Entonces aparecieron los conejos con sus galerías subterráneas. Más destrozos y más trabajo. Una tarde, Ish oyó unos ruidos y llegó justo a tiempo para ahuyentar una vaca que intentaba derribar la empalizada.

De noche, Ish despertaba con pesadillas de cuervos voraces, conejos y vacas que rondaban el huerto y miraban sus legumbres con ojos brillantes como ojos de tigre.

En junio les llegó el turno a los insectos. Roció las legumbres con insecticidas, hasta que se preguntó si se atrevería a comerlas luego, cuando alcanzaran la madurez.

Los cuervos fueron los últimos en encontrar el huerto, en julio, aunque compensaron la tardanza con el número. Ish mató algunos. Pero parecía como si pusiesen centinelas: cuando él les daba la espalda, caían sobre los macizos. Ish no podía vigilarlos todo el día. Los espantapájaros y los espejos los alejaron unas horas, pero los cuervos pronto perdieron el miedo.

Al fin, Ish decidió proteger las legumbres con cortinas de alambre, y cosechó una planta de lechuga, y algunas cebollas y tomates raquíticos. Dejó granar algunas plantas y guardó las semillas para el futuro.

Su labor de horticultor aficionado lo había descorazonado profundamente. Cultivar legumbres cuando otros miles de ciudadanos hacen lo mismo, es relativamente fácil; pero no ocurre así cuando vuestra huerta es la única en muchos kilómetros a la redonda, y todos los vegetarianos del mundo animal, mamíferos, pájaros, moluscos, insectos llegan al galope o por el aire, a rastras o a saltos, y aparentemente llamando a sus compañeros con el grito universal de: «¡A comer!».

Hacia fines del verano, nació el segundo hijo. La llamaron Mary, como habían llamado John al primero, para que los viejos nombres no desaparecieran de la faz de la tierra.

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