Читаем La Tierra permanece полностью

George era metodista, y diácono. Pero carecía de elocuencia, y era incapaz de organizar una congregación. Ezra toleraba cualquier creencia, pero rehusaba toda profesión de fe. Sus convicciones no eran, pues, muy profundas. Jean había sido miembro de una vociferante secta moderna, los Hijos de Cristo. Pero en el momento del Gran Desastre, las plegarias de los fieles habían quedado sin respuesta, y había perdido la fe. Em, que no recordaba voluntariamente el pasado, era reticente. A Ish le parecía que no rezaba nunca. Pero de cuando en cuando, y aparentemente sin entusiasmo religioso, entonaba algunos cánticos y spirituals con su cálida voz de contralto.

George y Maurine, olvidando la larga enemistad de sus iglesias, fueron los primeros en hablar de oficios religiosos, «a causa de los niños». Apelaron a Ish, que era una especie de jefe, sobre todo en las cuestiones intelectuales. Maurine, mostrando un amplio criterio, declaró que no se opondría a que los servicios se celebraran «a la manera escéptica».

Ish se sintió tentado. Poco le costaba fundar una religión mezclando los ritos de distintos cultos. Daría así a sus compañeros una sensación de comodidad y confianza que en verdad necesitaban a menudo, y la comunidad sería más unida y fuerte. George, Maurine y Molly se adherirían con entusiasmo; Jean se convertiría; Ezra no haría objeciones. Pero la mentira repugnaba a Ish, y Em, no lo olvidaba, no se dejaría engañar.

Al fin celebraron un oficio todos los domingos. George había llevado cuenta exacta de los días de la semana. Cantaban cánticos, leían pasajes de la Biblia, y de pie, con la cabeza desnuda, alzaban al cielo una plegaria silenciosa.

Pero durante esos minutos de silencio, Ish nunca rezó. Em y Ezra hicieron probablemente lo mismo. Jean, resueltamente hostil, no se unió a sus compañeros. Con más fervor, o más hipocresía, Ish hubiera podido convencerla. Pero en realidad aquellos oficios dominicales favorecían más las querellas que la unidad, y la impostura más que la religión. Un día, de pronto, Ish decidió interrumpir los oficios. Diplomáticamente, declaró que los rezos en silencio se prolongarían indefinidamente, pues «cada uno los diría en su corazón según su deseo».

Molly opinó que la idea era conmovedora, y derramó unas lágrimas. Así el experimento religioso tuvo buen fin.

A principios del año 9, la colonia se componía de siete adultos, incluida Evie, y trece niños de distintas edades, desde los recién nacidos hasta Ralph, el hijo de Molly, que tenía nueve años, y Jack, el hijo de Ish y Em, de ocho.

Todos miraban con optimismo el porvenir de la Tribu, nombre que habían adoptado definitivamente. Los nacimientos eran recibidos siempre con gran regocijo, como si las sombras retrocedieran un poco más, y se ampliara el círculo de luz.

Poco después de año nuevo, un anciano de buen aspecto llamó una mañana a casa de George. Era uno de esos viajeros que de cuando en cuando, pero cada vez más raramente, venían a pedir asilo.

Lo recibieron con los brazos abiertos, pero, como otros, no pareció emocionarse con esa hospitalidad. Sólo se quedó una noche y partió sin despedirse.

Casi en seguida, todos se sintieron mal, e irritables. Los bebés lloraban. De pronto se declararon anginas, y resfriados, y dolores de cabeza. Una epidemia había caído sobre la Tribu.

En los últimos años, la salud de toda la comunidad había sido increíblemente buena. A Ezra y algunos otros les habían dolido las muelas. George se quejaba de dolores articulares a los que daba el viejo nombre de reumatismo. A veces una herida se infectaba. Pero hasta los resfriados no eran más que un recuerdo, Y sólo dos enfermedades aparecían de cuando en cuando. Una de ellas atacaba a los niños; mostraba muchos síntomas del sarampión, y quizá lo era. La otra empezaba con un violento dolor de garganta, pero las sulfamidas la hacían desaparecer tan rápidamente que nadie conocía su curso. Mientras hubiese sulfamidas en las farmacias, Ish no creía necesario permitir que la enfermedad evolucionara para satisfacer una mera curiosidad científica.

Esta ausencia casi total de enfermedades era para las gentes inclinadas a la superstición, como George y Maurine, un verdadero milagro. Imaginaban que Dios había castigado a la raza humana con una terrible epidemia, y que ahora, a guisa de compensación, había decidido suprimir los males menores… Del mismo modo, después del Diluvio había mostrado en el cielo el más hermoso de los arcos iris, señalando así que su ira se había calmado.

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