Para Ish la explicación era más simple. La muerte de tantos seres humanos había roto la cadena de la mayoría de las infecciones, y muchas enfermedades habían muerto, podía decirse, junto con sus bacterias. Seguían existiendo, desde luego, las enfermedades de los organismos gastados, como el aneurisma, o el cáncer, o el reumatismo de George. Y los animales transmitían también algunos males, como la tularemia. Aquí y allá, algún sobreviviente afectado de alguna enfermedad crónica la transmitía a los otros. Así, sin duda, había sobrevivido el sarampión.
El viejo, recordaron todos un poco tarde, se sonaba la nariz muy frecuentemente. Tenía probablemente infectados los senos frontales y había pasado a sus huéspedes aquella afección que se creía desaparecida, y que en otro tiempo se conocía como «resfriado de cabeza».
De todos modos era un espectáculo casi cómico ver a aquellas gentes que habían disfrutado hasta entonces de una salud tan extraordinaria, tosiendo, estornudando, sonándose la nariz y lloriqueando.
Afortunadamente, el resfriado siguió su curso, sin complicaciones, y algunas semanas más tarde todos habían curado. El resto del año, Ish vivió temiendo otra epidemia. La infección, latente, podía rebrotar y propasarse a toda la Tribu. Pero el calor de aquel verano, particularmente seco, terminó con los últimos microbios. Ish se felicitó. En los viejos días se había resfriado muy a menudo, y ahora decía, no totalmente en broma, que la desaparición del resfriado compensaba ampliamente la pérdida de la civilización.
El otoño, sin embargo, trajo desgracias mayores. Sin que se supiera exactamente por qué, tres niños sufrieron unas fuertes diarreas y murieron. Probablemente habían ido a jugar a alguna casa de los alrededores y habían encontrado algún veneno, un insecticida quizá. Lo habían probado por curiosidad, lo habían encontrado dulce, y se lo habían repartido. Aun muerta, la civilización tendía sus trampas.
Entre esos niños se encontraba un hijo de Ish. Ish había temido siempre una desgracia semejante y había pensado en el dolor de Em. Em lloró a su hijo, pero Ish no conocía aún toda su fortaleza. Su amor a la vida era tan apasionado que llegaba a aceptar la muerte como parte de la vida. Molly y Jean, madres de los otros niños, manifestaron ruidosamente su dolor y rechazaron todo consuelo. Habían nacido dos nuevos niños; no obstante, por primera vez, el número total de la Tribu había disminuido en el curso de doce meses. Ese año se llamó el año de los muertos.
El año 10 pasó sin incidentes y tuvieron dificultades en encontrarle un nombre. Pero cuando llegaron a la roca, e Ish tomó el martillo y el cincel para grabar los números, los niños, por primera vez, manifestaron su voluntad, y decretaron que ese año sería el año de la pesca. Algunos meses antes, habían descubierto que en la bahía abundaban unos magníficos róbalos, y habían organizado alegres partidas de pesca. Estos peces eran un buen alimento, y habían sido auténtica fuente de diversión. En general, pensaba Ish bastante sorprendido, nadie parecía buscar distracciones. Había tanto que hacer para asegurar el bienestar material, y esta tarea brindaba tantas satisfacciones, que los juegos no los tentaban.
En el año 11, Molly y Jean tuvieron niños, pero el hijo de Molly no sobrevivió al parto. Fue una gran desgracia; era el primer niño que moría al nacer. Ahora todas las mujeres eran hábiles comadronas. Quizá Molly tenía demasiados años.
Cuando llegó la hora de bautizar el año, hubo una discusión entre viejos y jóvenes. Los padres habían elegido un nombre: el año de la muerte de Princesa… La perra había muerto después de algunos meses de enfermedad. Nadie conocía su edad exacta; cuando Ish la había recogido, tanto podía tener un año como tres o cuatro. Había sido hasta el fin la misma Princesa, con la que se tenían todos los miramientos, caprichosa, siempre dispuesta a seguir la pista de algún conejo imaginario cuando uno la necesitaba. A pesar de tantos defectos, sabía hacerse querer, y durante un tiempo había vivido en San Lupo casi como un ser humano.
Ahora tenían docenas de perros, casi todos hijos, nietos y bisnietos de Princesa, que desaparecía de cuando en cuando para encontrar un viejo amigo entre los perros salvajes o elegir un nuevo pretendiente. Después de tantos cruces, sus descendientes eran de una raza incierta, y no se le parecían ni por la talla, ni por el color, ni por el carácter.
Pero para los niños Princesa era sólo una vieja perra, no muy interesante, con la que no se podía contar. Según ellos el año debía llamarse el año de las esculturas de madera, y después de algunas dudas Ish se mostró de acuerdo, aunque Princesa había sido su amiga. Lo había arrancado a tantos tristes pensamientos, lo había librado del miedo, y lo había llevado con saltos y ladridos a la casa donde había encontrado a Em. Y quizá sin ella hubiera continuado su camino. Pero Princesa había muerto ahora, pertenecía al pasado.