Sólo la edad de Joey hacía notable el descubrimiento, pero Ish no dejaba de decirse, complacido, que el niño había intuido las leyes de la clasificación, instrumento fundamental del progreso humano. La clasificación era la base de la lógica, y del lenguaje, con nombres y verbos que agrupaban y separaban objetos y actos. Gracias a la clasificación, el hombre había podido ordenar el aparente desorden del mundo físico.
Y Joey apreciaba realmente el lenguaje. No sólo se servía de él para expresar deseos y sentimientos. Le parecía el entretenimiento más apasionante. Hacía juegos de palabras y buscaba rimas. Las adivinanzas lo fascinaban.
Un día, Ish lo oyó mientras planteaba una adivinanza a los otros niños.
—La inventé yo mismo —dijo Joey orgullosamente—. ¿En qué se parecen un hombre, un toro, un pez y una serpiente?
—En que todos comen —le dijo Betty maquinalmente.
—Eso es demasiado fácil —dijo Joey—. También los pájaros comen.
Los niños pensaron un momento, y luego buscaron otra distracción. Con la amenaza de perder su auditorio, Joey se apresuró a decir:
—Se parecen en que ninguno tiene alas para volar.
En el primer momento, Ish no descubrió nada extraordinario en esa adivinanza. Pero luego, pensando, le asombró que a un niño de diez años le hubieran llamado la atención semejanzas negativas. Una vieja definición le vino a la memoria: «El genio es la capacidad de ver lo que no hay». Claro, esta definición del genio, como tantas otras, no era muy exacta, pues podía incluir también a los locos. Sin embargo, encerraba cierta verdad. Los grandes pensadores habían intuido un mundo que no se revelaba siempre, y lo habían buscado hasta descubrirlo. El primer requisito para hacer un descubrimiento, a no ser que se cuente con la casualidad, es indudablemente notar que algo falta.
Joey tuvo otras aventuras aquel verano. Un día volvió a la casa tambaleándose, oliendo a alcohol. Se descubrió más tarde que había visitado con Walt y Weston una licorería de la zona comercial. Era un peligro ya previsto por Ish. Una vez se había puesto a vaciar las botellas de un depósito. Al cabo de una hora, comprobó que las reservas apenas habían disminuido. La tarea era enorme, y los niños deberían resistir la tentación. Algo similar le había ocurrido a él en su juventud. Su padre había tenido siempre un poco de whisky, coñac y jerez, y a Ish poco le hubiese costado hacer una visita clandestina al aparador. Se había abstenido, y ahora sus hijos y nietos no parecían mostrar tampoco gran interés en vaciar botellas. El alcoholismo era un dios ignorado en la Tribu. La vida era tan sana y simple que no había necesidad de estimulantes. O quizás el alcohol había perdido su atracción por estar al alcance de todos.
Joey, e Ish se alegró, no había bebido mucho, y no parecía enfermo, ni muy borracho. Evidentemente, había alardeado otra vez ante los niños mayores, y había logrado impresionarlos. Walt y Weston no habían salido tan bien de la aventura.
Sin embargo, Joey estaba un poco marcado y no protestó cuando lo mandaron a la cama. Ish aprovechó la ocasión para hablarle de los peligros de la vanidad. El niño lo miraba con sus ojos grandes e inteligentes. Entendía, a pesar del alcohol, y su mirada parecía decir: Nos entendemos. Sabemos muchas cosas. No somos como los otros.
En un repentino impulso de ternura, Ish le tomó una manita. Los ojos de Joey se iluminaron de alegría, e Ish comprendió que a pesar de sus fanfarronadas, su hijo era un niño tímido y sensible, como había sido él. Sí, su temeridad no era más que una forma de la timidez.
—Joey, pequeño —dijo de pronto—, ¿por qué te esfuerzas tanto? Weston y Walt tienen dos años más que tú. No te atormentes. Dentro de diez años, veinte años, los habrás dejado muy atrás.
El niño sonrió. Pero Ish no se engañaba. Joey sonreía al sentir el cariño de su padre, no por lo que éste pudiera haberle dicho. A los diez años se vive en el presente, y los años futuros se pierden en una brumosa lejanía.
Inclinado sobre Joey, Ish vio que los grandes ojos parpadeaban con el alcohol y el sueño. Se sintió inundado otra vez por el amor a su hijo. Es el elegido, pensó. Él llevará la antorcha.
Los párpados de Joey se cerraron. El padre se quedó a la cabecera de la cama, con la manita en su mano. Luego, quizá porque el sueño es imagen de la muerte, sintió un repentino temor. Caprichos del destino, pensó. Amar es exponerse a sufrir. Hasta ahora los hados lo habían favorecido. Em… Joey… Aquella manita era tan frágil…; sentía bajo sus dedos un pulso débil y rápido. Cualquier cosa podría detenerlo. Un niño tan débil, con un alma demasiado ardiente, ¿qué posibilidades tenía de llegar a ser hombre?
Sin embargo, de él, y sólo de él, dependía el futuro. Necesitaba crecer en edad y sabiduría… y vivir.