Ish aceptaba buenamente estas bromas, y no intentaba descubrir al culpable. La familiaridad de los niños lo divertía. Pero no podía dejar de sentirse algo molesto. Que lo tomen a uno por un héroe o un dios es siempre agradable. ¿Pero se le pone a un dios un clavo en la silla o se le prenden trapos a la espalda? Sin embargo, Ish reflexionó y comprendió que las dos actitudes no eran incompatibles y sin precedentes.
¡Es raro ser un dios! Los sacerdotes traen a tu altar un buey de dorados cuernos, y lo inmolan de un hachazo. El sacrificio te satisface. Pero luego separan la cabeza, los cuernos y la cola, envuelven en el cuero las entrañas, queman en el altar esas pestilencias y se regalan con los mejores trozos. El engaño no pasa inadvertido y excita tu ira divina. ¿Lanzas entonces tus rayos, juntas tus nubes más negras? No. Piensas: es mi pueblo, un pueblo de hombres gordos, orgullosos e insolentes. ¿Querrías que tu pueblo fuese flaco y humilde? El año próximo, si estalla una epidemia, los sacerdotes quemarán el buey entero… quizá varios bueyes. Y tú te contentas con un débil trueno, que se pierde en la gozosa algarabía del festín. «No soy estúpido» les dices a tus hijos, «pero hay momentos en que un dios debe parecer estúpido». Y te preguntas si haces bien en confesar un secreto. Quizás hubiera sido mejor aplastarlos contra una montaña. Esos dones que tienen a su alcance, son demasiado peligrosos…
Vosotras también, divinidades terribles, que exigís sacrificios humanos, de cuando en cuando cerráis los ojos. ¡Ah, es magnífico y horrible! Los gemidos de la víctima, los gritos de su mujer, y las hachas de los verdugos. Allí yace, cubierto de sangre, con la lengua afuera. Ha sufrido una muerte espantosa. Pero de pronto el muerto se levanta y baila con los otros, y su sudor lava la pintura roja de los muros. Entonces tú, el dios terrible, recurres a tu sabiduría y recuerdas sólo la fingida muerte; aunque hasta los tontos del pueblo se ríen de ti.
No, es inútil prosternarse en el barro y besar la tierra. Una ligera inclinación de cabeza es suficiente.
Sin embargo, no sin aprensión, Ish decidió intentar una experiencia. Quizás había dado demasiada importancia al incidente del martillo. Y bien, ya se vería.
Eligió con cuidado el momento, los últimos minutos de clase. Si ocurría algo embarazoso, podría batirse en retirada. Encauzó la conversación según sus planes, y al fin preguntó con tono indiferente:
—¿Y cómo crees que se hizo todo esto —e hizo un vago y amplio ademán—, el mundo entero?
La respuesta no se hizo esperar. Era Weston quien hablaba entonces, pero expresó la opinión de todos.
—Bueno, lo hicieron los americanos
.Ish contuvo la respiración. Sin embargo, comprendió, era fácil encontrar la raíz de la idea. Cuando un niño preguntaba quién había hecho las casas, las calles o las conservas, los padres le respondían siempre: los americanos. Hizo otra pregunta:
—¿Y qué sabes de los americanos?
—Oh, los americanos eran la gente antigua.
Esta vez Ish tardó en comprender. «La gente antigua» no era sólo gente vieja, sino también seres sobrenaturales, de otro mundo. Era el momento de aclarar el problema.
—Yo era… —empezó a decir, y se detuvo, pues no había razón para emplear el pasado—. Yo soy un americano
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