Las nieblas se disiparon otra vez, y volvió el calor. Cuántas veces, pensó Ish, ha desfilado ante mí el cortejo de los meses. He aquí otra vez el tiempo de la sequedad y la muerte. El dios Pan ha exhalado su último suspiro. Pronto caerán las lluvias y verdearán las lomas. Y una mañana veré desde el porche que el sol se pone muy lejos en el sur. Entonces todos dejaremos las casas y yo grabaré otros números en la roca. ¿Y cómo bautizaremos el año?
Dick y Bob volverían pronto. Los remordimientos atormentaban aún a Ish, y se reprochaba a menudo haber dejado partir a los muchachos. Aunque había tenido tiempo de acostumbrarse a su ausencia, y su ansiedad se había atenuado un poco. Además, otras inquietudes, otros remordimientos lo acosaban continuamente.
¡Los niños! ¡Sus supersticiones y sus ideas sobre la religión! No será difícil, había pensado Ish, restablecer la verdad. Pero ya había pasado el verano.
¿Tenía miedo de hablar? ¿Deseaba que los niños vieran en Joey a una especie de brujo? ¿No desearía, en lo más hondo de sí mismo, que pensaran en él, Ish, como un dios? Al fin y al cabo, no a todo el mundo se le ofrece esa tentadora oportunidad. Y si no era dios, podría ser al menos un semidiós, o un mago.
Desde el incidente del martillo, observaba con curiosidad cómo se conducían con él los pequeños. A veces dominaban el respeto y el temor. Había
Ish comprendió que aquellos niños eran más simples e ingenuos que cualquier criatura de los viejos días. Ninguno de ellos había visto a más de unas pocas docenas de seres humanos. Eran felices, pero con la felicidad de unas escasas y agradables experiencias, indefinidamente repetidas. No había para ellos cambios imprevistos, esos cambios que en otro tiempo alteraban los nervios de los pequeños, pero que a la vez les aguzaban la inteligencia.
No era raro que creyesen ver en él a un ser sobrenatural, que no pertenecía totalmente a la tierra, y que lo miraran a veces con un temor reverente.
Pero otras veces, más a menudo, sólo era para ellos el padre, o el abuelo, o el tío Ish que habían conocido toda la vida, y que en otro tiempo se había puesto a cuatro patas para jugar con ellos. No les inspiraba entonces mucho respeto. Y los mayores lo consideraban un viejo chocho, y aunque lo temiesen, se burlaban de él.
Ocho días después del incidente del martillo, le pusieron un clavo en la silla: la broma clásica de los escolares. Y otra vez dejaron la clase conteniendo la risa, e Ish descubrió que le habían prendido a la chaqueta una cinta blanca, que colgaba como una cola.