¡Pagar el alquiler! Raistlin se sonrojó de vergüenza ajena. Le vinieron a la cabeza las historias gloriosas y trágicas unidas a las Torres de la Alta Hechicería a lo largo de los siglos. Eran estructuras imponentes diseñadas para inspirar temor y asombro a aquel que las mirase. Vio que una rata de la calle se metía por un agujero de la pared de ladrillo, y se le revolvió el estómago.
Iolanthe hizo desaparecer la runa y empujó la puerta, que daba a una entrada angosta y sucia. A su derecha, un pasillo se internaba en una oscuridad polvorienta. Una escalera tambaleante llevaba al segundo piso.
—Aquí hay habitaciones, pero comprenderás por qué te sugerí que buscases otro sitio donde vivir —dijo Iolanthe.
Después alzó la voz para que se le oyera en el segundo piso.
»¡Soy yo! ¡Iolanthe! Voy a subir. No me tiréis una bola de fuego. —Y añadió en voz más baja, con tono desdeñoso—: Esos viejos no podrían hacerlo ni aunque quisieran. Cualquier hechizo que supieran, hace ya mucho que lo olvidaron.
—¿Qué hay al final de ese pasillo? —preguntó Raistlin, mientras subían por la escalera, que recibía cada pisada con un crujido poco tranquilizador.
—Aulas —contestó Iolanthe—. Al menos ésa era la idea inicial. Nunca llegó a haber ningún estudiante.
El silencio les había dado la bienvenida, pero en cuanto Iolanthe anunció su llegada, estallaron unas voces agudas y quejumbrosas, que cloqueaban y se lamentaban.
En el segundo piso estaban los espacios comunes y la sala de trabajo. Los dormitorios se encontraban en la tercera planta. Iolanthe señaló el laboratorio, que consistía en una mesa larga, sobre la que se veía una vajilla descascarillada y sucia. Una olla borboteaba al fuego. El tufo que salía de ella era de repollo cocido.
Junto al laboratorio estaba la biblioteca. Raistlin miró por la puerta entornada. El suelo estaba cubierto de montañas de libros, pergaminos y rollos de papel. Por lo visto alguien había empezado a colocarlos, porque unos pocos libros estaban cuidadosamente dispuestos en un estante. Pero eso había sido todo, y parecía que los esfuerzos posteriores no habían hecho más que empeorar el desorden.
La sala más grande de ese piso estaba enfrente de la escalera y se dedicaba a zona común. Iolanthe entró seguida de Raistlin, quien no se había quitado la capucha y aún ocultaba su rostro. La habitación estaba amueblada con un par de sillones desvencijados, varias sillas cojas y unas cuantas mesitas y unos arcones. Tres Túnicas Negras —tres hombres de edad más que madura— rodearon a Iolanthe, hablando todos a la vez.
—Caballeros —dijo la hechicera, levantando las manos para pedir silencio—, me ocuparé de los asuntos que os preocupan en un momento. Primero, quiero presentaros a Raistlin Majere, un nuevo miembro de nuestras filas.
Los tres Túnicas Negras sólo se diferenciaban en que uno tenía el pelo gris y largo, el otro tenía el pelo gris y escaso, y el tercero no tenía pelo. Compartían el desprecio y la desconfianza por sus compañeros, y el convencimiento de que la magia no era más que una herramienta para satisfacer sus propias necesidades. El vestigio de alma que alguna vez hubieran podido tener había sucumbido hacía tiempo a la ignorancia y la avaricia. Estaban en Neraka porque no tenían otro sitio donde ir.
Iolanthe dijo sus nombres rápidamente, Raistlin los oyó y los olvidó. No le pareció que mereciera la pena aprenderlos y, como resultó ser el caso, no necesitaba saberlos. Los Túnicas Negras no sentían la menor curiosidad por él. Su único interés estaba centrado en ellos mismos y bombardearon a Iolanthe con preguntas, exigiendo respuestas para, acto seguido, negarse a escucharla cuando intentaba dárselas.
La rodeaban en un círculo asfixiante. Raistlin se quedó fuera, escuchando y observando.
—Que uno de vosotros, sólo uno —repitió Iolanthe muy seria cuando parecía que todos iban a ponerse a hablar—, me explique la razón para todo este jaleo.
Se encargó de las explicaciones el mago de más edad, un espécimen desaseado de nariz torcida. Según Raistlin supo más adelante, se ganaba la vida vendiendo amuletos repugnantes y pociones dudosas a los campesinos, hasta que tuvo que huir para salvar la vida después de envenenar a varios clientes. De acuerdo con las explicaciones de Nariz Torcida, como Raistlin lo apodó, a todos les habían llegado rumores de que Nuitari se había separado de la reina Takhisis, que habían matado a Ladonna y que todos estaban sentenciados.
—¡Los guardias del Señor de la Noche tirarán la puerta abajo de un momento a otro! —profetizó Nariz Torcida con voz histérica—. Sospechan que trabajamos para la luz Oculta. ¡Vamos a terminar todos en las mazmorras del Señor de la Noche!
Iolanthe lo escuchó pacientemente y luego lanzó una carcajada.
—Podéis quedaros tranquilos, caballeros —les dijo—. A mí también me han llegado esos rumores. Yo misma me inquieté e investigué la verdad. Todos sabéis que la eminente hechicera Ladonna fue mi mentora y mecenas.