Читаем Marina полностью

Un instante después, sumergía mis dos patazas en las aguas del Mediterráneo. Estaba tiritando de frío y de vergüenza. Marina me observaba desde las rocas, alarmada.

– Estoy bien -gemí. No me he hecho daño.

– ¿Está fría?

– Qué va balbuceé. Es un caldo.

Marina sonrió y, ante mis ojos atónitos, se desprendió de su vestido blanco y se zambulló en la laguna. Apareció a mi lado riéndose. Aquello era una locura, en esa época del año. Pero decidí imitarla. Nadamos con brazadas enérgicas y luego nos tendimos al sol sobre las piedras tibias. Sentí el corazón acelerado en las sienes, no sabría decir a ciencia cierta si a causa del agua helada o como consecuencia de las transparencias que el baño permitía dilucidar en la ropa interior empapada de Marina.

Ella advirtió mi mirada y se levantó a buscar su vestido, que yacía sobre las rocas. La observé caminar entre las piedras, cada músculo de su cuerpo dibujándose bajo la piel húmeda al sortear las rocas. Me relamí los labios salados y pensé que tenía un hambre de lobo.


Pasamos el resto de la tarde en aquella cala escondida del mundo, devorando los bocadillos de la cesta mientras Marina relataba la peculiar historia de la propietaria de aquella masía abandonada entre los pinos. La casa había pertenecido a una escritora holandesa a quien una extraña enfermedad la estaba dejando ciega día a día. Sabedora de su destino, la escritora decidió construirse un refugio sobre los acantilados y retirarse a vivir en él sus últimos días de luz, sentada frente a la playa, contemplando el mar.

Vivía aquí con la única compañía de Sacha, un pastor alemán, y de sus libros favoritos -explicó Marina. Cuando perdió completamente la vista, sabiendo que sus ojos jamás podrían ver un nuevo amanecer sobre el mar, pidió a unos pescadores que solían anclar junto a la cala que se hiciesen cargo de Sacha. Días más tarde, al alba, tomó un bote de remos y se alejó mar adentro. Nunca se la volvió a ver.

Por algún motivo, sospeché que la historia de la autora holandesa era una invención de Marina y así se lo di a entender.

– A veces, las cosas más reales sólo suceden en la imaginación, Oscar -dijo ella. Sólo recordamos lo que nunca sucedió.


Germán se había quedado dormido, el rostro bajo su sombrero y Kafka a sus pies. Marina observó a su padre con tristeza. Aprovechando el sueño de Germán, la tomé de la mano y nos alejamos hacia el otro extremo de la playa. Allí, sentados sobre un lecho de roca alisada por las olas, le expliqué todo lo sucedido en su ausencia.

No dejé detalle, desde la extraña aparición de la dama de negro en la estación, a la historia de Mijail Kolvenik y la Velo Granell que me había explicado Benjamín Sentís, sin olvidar la siniestra presencia en la tormenta aquella noche en su casa de Sarriá. Me escuchó en silencio, con la mirada perdida en el agua que formaba remolinos a sus pies, ausente.

Permanecimos un buen rato allí, callados, observando la silueta de la lejana ermita de Sant Elm.

– ¿Qué dijo el médico de La Paz? pregunté finalmente.

Marina alzó la mirada. El sol empezaba a caer y un reluz ámbar reveló sus ojos empañados en lágrimas.

– Que no queda mucho tiempo…

Me volví y vi que Germán nos saludaba con la mano. Sentí que el corazón se me encogía y que un nudo insoportable me atenazaba la garganta.

– Él no lo cree -dijo Marina.

– Es mejor así.


La miré de nuevo y comprobé que se había secado las lágrimas rápidamente con gesto optimista. Me sorprendí a mí mismo mirándola fijamente y, sin saber de dónde me salió el coraje, me incliné sobre su rostro buscando su boca. Marina posó los dedos sobre mis labios y me acarició la cara, rechazándome suavemente. Un segundo más tarde se incorporó y la vi alejarse.

Suspiré.


Me levanté y volví con Germán. Al acercarme, advertí que estaba dibujando en un pequeño cuaderno de apuntes. Recordé que hacía años que no cogía un lápiz ni un pincel.

Germán alzó la vista y me sonrió.

– A ver qué opina usted del parecido, Oscar -dijo despreocupadamente, y me mostró el cuaderno. Los trazos del lápiz habían conjurado el rostro de Marina con una perfección sobrecogedora.

– Es magnífico -murmuré.

– ¿Le gusta? Lo celebro.

La silueta de Marina se recortaba en el otro extremo de la playa, inmóvil frente al mar. Germán la contempló primero a ella y luego a mí. Cortó la hoja y me la tendió.

– Es para usted, Oscar, para que no se olvide de mi Marina.


De vuelta, el crepúsculo transformó el mar en una balsa de cobre fundido. Germán conducía sonriente y no cesaba de explicar anécdotas sobre sus años al volante de aquel viejo Tucker. Marina le escuchaba, riéndose de sus ocurrencias y sosteniendo la conversación con hilos invisibles de hechicera. Yo iba callado, la frente pegada a la ventana y el alma en el fondo del bolsillo. A medio camino, Marina me tomó la mano en silencio y la sostuvo entre las suyas.


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