Llegamos a Barcelona al anochecer. Germán se empeñó en acompañarme hasta la puerta del internado. Aparcó el Tucker frente a la verja y me dio la mano. Marina descendió y entró conmigo. Su presencia me quemaba y no sabía cómo irme de allí.
– Oscar, si hay algo…
– No.
– Mira, Oscar, hay cosas que tú no entiendes, pero…
– Eso es evidente corté.
– Buenas noches. Me volví para huir a través del jardín.
– Espera -dijo Marina desde la verja.
Me detuve junto al estanque.
– Quiero que sepas que hoy ha sido uno de los mejores días de mi vida -dijo.
Cuando me volví a responder, Marina ya se había marchado.
Ascendí cada peldaño de la escalera como si llevase botas de plomo. Me crucé con algunos de mis compañeros. Me miraron de reojo, como si fuese un desconocido. Los rumores de mis misteriosas ausencias habían corrido por el colegio. Poco me importaba. Cogí el periódico del día de la mesa del corredor y me refugié en mi habitación. Me tendí en la cama con el diario sobre el pecho. Escuché voces en el pasillo. Encendí la lamparilla de noche y me sumergí en el mundo para mí irreal del diario. El nombre de Marina parecía escrito en cada línea. "Ya pasará", pensé.
Al poco rato, la rutina de las noticias me sosegó. Nada mejor que leer acerca de los problemas de los demás para olvidar los propios. Guerras, estafas, asesinatos, fraudes, himnos, desfiles y fútbol. El mundo seguía sin cambios. Más tranquilo, seguí leyendo. Al principio no lo advertí. Era una pequeña nota, un breve para rellenar espacio. Doblé el diario y lo coloqué bajo la luz.
Capítulo 12
Pasé la noche en vela, dándole vueltas al relato que Sentís me había explicado. Releí la noticia de su muerte una y otra vez, esperando encontrar en ella alguna clave secreta entre los puntos y las comas. El anciano me había ocultado que él era el socio de Kolvenik en la Velo Granell. Si el resto de su historia era consistente, supuse que Sentís debía de haber sido el hijo del fundador de la empresa, el hijo que había heredado el cincuenta por ciento de las acciones de la compañía al ser nombrado Kolvenik director general.
Esta revelación cambiaba todas las piezas del rompecabezas de lugar. Si Sentís me había mentido en ese punto, podía haberme mentido en todo lo demás.
La luz del día me sorprendió intentando dilucidar qué significado tenían la historia y su desenlace. Ese mismo martes me escabullí durante la pausa del mediodía para encontrarme con Marina. Ella, que parecía haberme leído el pensamiento una vez más, esperaba en el jardín con una copia del diario del día anterior en las manos. Una simple mirada me bastó para saber que ya había leído la noticia de la muerte de Sentís.
– Ese hombre te mintió… Y ahora está muerto.
Marina echó un vistazo hacia la casa, como si temiese que Germán pudiese oírnos.
– Mejor será que vayamos a dar una vuelta -propuso.
Acepté, aunque tenía que volver a clase en menos de media hora.
Nuestros pasos nos dirigieron hacia el parque de Santa Amelia, en la frontera con el barrio de Pedralbes. Una mansión restaurada recientemente como centro cívico se alzaba en el corazón del parque. Uno de los antiguos salones albergaba ahora una cafetería. Nos sentamos a una mesa junto a un amplio ventanal. Marina leyó en voz alta la noticia que yo casi era capaz de recitar de memoria.
– No dice en ningún sitio que haya sido un asesinato -aventuró Marina, con poca convicción.