Читаем Marina полностью

– Ni falta que hace. Un hombre que ha vivido recluido durante veinte años aparece muerto en las alcantarillas, donde alguien se ha entretenido en quitarle las dos manos, de propina, antes de abandonar el cuerpo…

– De acuerdo. Es un asesinato.

– Es más que un asesinato -dije, con los nervios de punta. ¿Qué hacía Sentís en un túnel abandonado de las alcantarillas en mitad de la noche?

Un camarero que secaba vasos aburrido tras la barra nos escuchaba.

– Baja la voz -susurró Marina.

Asentí y traté de calmarme.

– Tal vez deberíamos ir a la policía y explicar lo que sabemos -apuntó Marina.

– Pero no sabemos nada -objeté.

– Sabemos algo más que ellos, probablemente. Hace una semana una misteriosa mujer te hace llegar una tarjeta con la dirección de Sentís y el símbolo de la mariposa negra. Tú visitas a Sentís, quien dice no saber nada del asunto, pero te explica una extraña historia sobre Mijail Kolvenik y la empresa Velo Granell, envuelta en turbios asuntos cuarenta años atrás. Por algún motivo olvida decirte que él formó parte de esa historia, que de hecho él era el hijo del socio fundador, el hombre para quien ese tal Kolvenik creó dos manos artificiales tras un accidente en la factoría… Siete días más tarde, Sentís aparece muerto en las cloacas…

– Sin las manos ortopédicas… -añadí, recordando que Sentís se había mostrado reticente a estrecharme la mano al recibirme.

Al pensar en su mano rígida, sentí un escalofrío.

– Por alguna razón, cuando entramos en aquel invernadero nos cruzamos en el camino de algo -dije, tratando de poner orden en mi mente, y ahora hemos pasado a formar parte de ello. La mujer de negro acudió a mí con esa tarjeta…

– Oscar, no sabemos si acudió a ti ni cuáles eran sus motivos. No sabemos ni quién es…

– Pero ella sí sabe quiénes somos nosotros y dónde encontrarnos. Y si ella lo sabe…

Marina suspiró.

– Llamemos ahora mismo a la policía y olvidé monos de todo esto cuanto antes -dijo. No me gusta y además no es asunto nuestro.

– Lo es, desde que decidimos seguir a la dama en el cementerio…

Marina desvió la mirada hacia el parque. Dos niños jugueteaban con una cometa, intentado alzarla al viento. Sin apartar los ojos de ellos, murmuró lentamente:

– ¿Qué sugieres entonces?

Sabía perfectamente lo que yo tenía en mente.


El sol se ponía sobre la iglesia de la Plaza Sarriá cuando Marina y yo nos adentramos en el Paseo de la Bonanova rumbo al invernadero. Habíamos tenido la precaución de coger una linterna y una caja de fósforos. Torcimos en la calle Iradier y nos adentramos en los pasajes solitarios que bordeaban la vía de los ferrocarriles.

El eco de los trenes ascendiendo hacia Vallvidrera se filtraba entre las arboledas. No tardamos en encontrar el callejón donde habíamos perdido de vista a la dama y la verja que ocultaba el invernadero al fondo. Un manto de hojas secas cubría el empedrado. Sombras gelatinosas se extendían a nuestro alrededor mientras penetrábamos en la maleza. La hierba silbaba al viento y el rostro de la luna sonreía entre resquicios en el cielo. Al caer la noche, la hiedra que cubría el invernadero me hizo pensar en una cabellera de serpientes. Rodeamos la estructura del edificio y encontramos la puerta trasera. La lumbre de un fósforo reveló el símbolo de Kolvenik y la Velo Granell, empañado por el musgo. Tragué saliva y miré a Marina. Su rostro exhalaba un brillo cadavérico.

– Ha sido idea tuya volver aquí… -dijo.


Encendí la linterna y su luz rojiza inundó el umbral del invernadero. Eché un vistazo antes de entrar. A la luz del día aquel lugar me había parecido siniestro. Ahora, de noche, se me antojó un escenario de pesadilla. El haz de la linterna descubría relieves sinuosos entre los escombros. Caminaba seguido de Marina, enfocando la linterna al frente. El suelo, húmedo, crujía a nuestro paso.

El escalofriante siseo de las figuras de madera rozando unas con otras llegó hasta nuestros oídos. Ausculté el sudario de sombras en el corazón del invernadero. Por un instante no supe recordar si aquella tramoya de figuras suspendidas había quedado alzada o caída cuando nos habíamos ido de allí. Miré a Marina y vi que ella estaba pensando lo mismo.

– Alguien ha estado aquí desde la última vez… -dijo, señalando las siluetas suspendidas del techo a media altura.

Un mar de pies se balanceaba.

Sentí una oleada de frío en la base de la nuca y comprendí que alguien había vuelto a bajar las figuras. Sin perder más tiempo me dirigí hacia el escritorio y le cedí la linterna a Marina.

– ¿Qué estamos buscando? -murmuró ella.

Señalé el álbum de viejas fotografías sobre la mesa. Lo cogí y lo introduje en la bolsa que llevaba a la espalda.

– Ese álbum no es nuestro, Oscar, no sé si…

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