Alguien abrió una boca de riego y el agua salió a chorro por la calle Rester como un suspiro de alivio; los niños lanzaron los zapatos a la alcantarilla, se arremangaron los pantalones y empezaron a bailar entre los borbotones de agua. Apareció el camión de los helados y a Dave le dijeron que podía escoger lo que quisiera, gratis; incluso el señor Pakinaw, un viudo viejo y desagradable que solía disparar su carabina de aire comprimido a las ardillas (ya veces también a los niños, si los padres no miraban) y que se pasaba el día gritando a la gente que se callara, abrió las ventanas, apoyó los altavoces junto a los cristales, y en un momento estábamos oyendo a Dean Martin cantar
Eso era lo que, incluso desde lo más profundo de su odio después de que su viejo le pegara una paliza o después de que le hubieran robado algo que le gustaba mucho, precisamente esos momentos eran lo que en verdad hacía que a Jimmy le gustara tanto vivir allí. La forma en que la gente podía olvidarse de repente de un año de dolores y quejas, de labios agrietados, de preocupaciones laborales y de viejos rencores para dejarse ir, como si en su vida no hubiera sucedido nada malo. El día de San Patricio, el día de Buckingham, a veces el Cuatro de Julio, o cuando los Sox jugaban bien en el mes de septiembre o, como en aquel mismo momento, cuando se recuperaba algo colectivo que había desaparecido (especialmente en esos momentos), la gente del vecindario era capaz de irrumpir en una especie de delirio frenético.
Nada parecido sucedía arriba en la colina. Seguro que allí también organizaban fiestas de vecinos, pero siempre las planificaban con antelación, obtenían los permisos necesarios, todo el mundo se aseguraba de que los demás tuvieran cuidado con los coches y con el jardín; seguro que decían cosas del estilo: «¡Cuidado, acabo de pintar la valla!».
En las marismas, la mitad de la gente no tenía jardín y las vallas se caían a trozos, por lo tanto ¡qué más daba! Cuando uno tenía ganas de celebrar algo, sencillamente lo hacía, porque no había ninguna duda de que se lo merecía, joder. Ese día no había ningún jefe, ni asistentes sociales ni guardaespaldas de algún prestamista explotador. Y con respecto a los polis, los dos agentes estaban celebrándolo con todos los demás; el agente Kubiaki se estaba sirviendo una salchicha picante en un panecillo alargado de la barbacoa, mientras su compañero se guardaba una cerveza en el bolsillo para más tarde, Todos los periodistas ya se habían ido a casa y el sol empezaba a ponerse, revistiendo la calle de aquella luz que indicaba que era hora de cenar, aunque ninguna de las mujeres cocinaba y nadie entraba en casa.
A excepción de Dave. Jimmy se dio cuenta de que Dave se había ido cuando salió de debajo de la boca de riego; se bajó la vuelta del pantalón y se puso la camiseta de nuevo mientras se colocaba a la cola de los perritos calientes. La fiesta de Dave estaba en su máximo apogeo, pero Dave debía de haber entrado en casa, junto con su madre, y cuando Jimmy miró las ventanas de la segunda planta vio que las cortinas estaban corridas y solitarias.
Aquellas cortinas echadas, por algún motivo, le hicieron pensar en la señorita Powell y en el momento en que se subió al coche hippy; y al recordarse mirándola doblar la pantorrilla derecha y el tobillo para introducirlos en el coche antes de cerrar la puerta, se sintió sucio y triste. ¿Adónde habría ido? ¿Se encontraría en la autopista en aquel momento, con el viento entrando a raudales por su cabello del mismo modo que las notas musicales corrían por la calle Rester? ¿Estarían viendo anochecer desde aquel coche hippy mientras se dirigían a… dónde? Jimmy deseaba saberlo, pero a la vez no lo deseaba. La vería en la escuela al día siguiente, a no ser que les dieran un día de fiesta a todos para celebrar el regreso de Dave, y aunque tendría ganas de preguntárselo, no lo haría.