Dave asentía y se preguntaba si habría algo en él, quizá una cicatriz en la cara que él no viese, por lo que todo el mundo deseara hacerle daño. Como los tipos del coche. ¿Por qué le habían escogido a él? ¿Cómo habían sabido que él subiría en el coche, mientras que Jimmy y Sean no lo harían? Recordándolo, era la impresión que tenía, Esos hombres (sabía sus nombres, o como mínimo los nombres que habían usado para llamarse entre ellos, aunque nunca había tenido el valor suficiente para pronunciarlos) habían tenido la certeza de que Sean y Jimmy no habrían subido al coche. Con toda probabilidad, Sean habría salido corriendo hacia su casa, gritando, y Jimmy… A Jimmy tendrían que haberle dejado sin conocimiento para meterlo en el coche, Incluso el Gran Lobo lo había comentado cuando ya llevaban unas cuantas horas de coche: «¿Te fijaste en el crío ése que llevaba la camiseta blanca? Por la forma en que me miró, sin ningún rastro de miedo ni nada, está claro que algún día se va a cargar a alguien y que además eso no le quitará el sueño».
Su compañero, el Lobo Grasiento, le respondió con una sonrisa:
– Un poco de pelea no habría estado mal.
El Gran Lobo negó con la cabeza y añadió:
– Si hubiéramos intentado meterle en el coche, te habría arrancado el dedo pulgar a mordiscos. Hicimos bien en dejar a ese cabroncete en paz.
El hecho de ponerles motes estúpidos le servía de ayuda: el Gran Lobo y el Lobo Grasiento. Le ayudaba a verlos como criaturas, como lobos escondidos bajo la apariencia de humanos, y a verse él mismo como el personaje de una historia: el niño secuestrado por los lobos. El niño que consiguió escapar, atravesar los húmedos bosques y llegar hasta una gasolinera. El niño que no había perdido la calma ni la astucia, y que siempre buscaba una salida.
Sin embargo, en la escuela, era tan sólo el niño que se habían llevado, y todo el mundo dejaba volar la imaginación con respecto a lo que habría sucedido durante aquellos cuatro días en que estuvo perdido. Una mañana, en el lavabo, un alumno de séptimo curso llamado Junior McCaffery se acercó con cautela al urinario que había junto al de Dave y le preguntó:
¿Te obligaron a chupársela?
Y todos sus amigos de séptimo empezaron a reírse y a hacer ruiditos, como si se besaran.
Dave se subió la cremallera con manos temblorosas, la cara sonrojada y se dio la vuelta para ponerse de cara a Junior McCaffery. Intentó mirarle con malicia, pero Junior frunció el entrecejo y le abofeteó. El sonido retumbó por todo el cuarto de baño. Un chico de séptimo empezó a jadear como una chica.
– ¿Tienes algo que decir, mariquita? ¿Eh? -le preguntó-. ¿Quieres que te vuelva a pegar, mariposón?
– ¡Está llorando! -exclamó alguien.
– ¡Es verdad! -chilló Junior McCaffery, y Dave empezó a llorar con más intensidad.
Sentía cómo el entumecimiento de su rostro se convertía en una punzada, pero no era el dolor lo que le preocupaba. El dolor nunca le había inquietado en lo más mínimo y nunca le había hecho llorar, ni siquiera cuando se cayó de la bicicleta y se torció el tobillo al clavarse el pedal, yeso que le habían tenido que dar siete puntos. Era toda aquella serie de emociones que expresaban tumultuosamente los chicos del lavabo lo que le dolía. Odio, aversión, ira y desprecio. Todo eso dirigido contra él. No comprendía por qué. No se había metido con nadie en toda su vida; aun así, le odiaban. Y ese odio le hacía sentir huérfano. Le hacía experimentar una sensación de putrefacción, culpa e insignificancia; lloraba porque no quería sentirse así.
Todos se burlaron de sus lágrimas. Junior bailó a su alrededor por un momento, haciendo contorsiones y muecas con el rostro mientras imitaba los lloriqueos de Dave. Cuando, al fin, Dave consiguió controlar la situación y reducir sus lágrimas a algunos ruidos nasales, Junior le abofeteó de nuevo, en el mismo lugar y con la misma fuerza.
– ¡Mírame! -le ordenó, y Dave notó que le brotaba de los ojos un nuevo torrente de lágrimas-. ¡Mírame!
Dave alzó los ojos y le miró con la esperanza de ver compasión, humanidad o incluso lástima (él hubiera sentido lástima) en su rostro, pero lo único que atisbó fue una mirada feroz y sonriente.
– Sí -dijo Junior-, seguro que se la chupaste.
Le propinó otro bofetón a Dave y éste dejó caer la cabeza y se agachó; Junior se fue con sus amigos, que no dejaban de reír al salir del lavabo.
Dave recordó algo que le dijo una vez el señor Peters, un amigo de su madre que a veces se quedaba a pasar la noche: «Hay dos cosas que un hombre no puede permitir que le hagan: que le escupan o que le hagan un desaire. Ambas cosas son peores que un puñetazo; si alguien te hace alguna de esas dos cosas, mátalo si puedes».