La madre siguió la mirada de Jimmy y cuando volvió a posar la vista en él, estaba otra vez agotada; la sonrisa había desaparecido de su rostro de forma tan repentina que era difícil imaginarse que fuera capaz de sonreír.
– ¡Eh, Jim!
Le encantaba cuando le llamaba «Jim». Le hacía sentir que estaban haciendo algo juntos.
– ¿Sí?
– Estoy muy contenta de que no subieras a ese coche, cariño.
Le besó la frente y Jimmy vio cómo le brillaban los ojos; después se puso en pie y se dirigió hacia el lugar donde estaban las otras madres y dio la espalda a su marido.
Jimmy alzó los ojos y se dio cuenta de que Dave volvía a observarle desde la ventana, pero entonces había detrás de él una tenue luz amarillenta en algún lugar de la habitación. Esa vez, Jimmy ni siquiera se esforzó en saludarle. Al haberse marchado ya la policía y los periodistas, y al estar la fiesta en pleno apogeo, era muy probable que nadie recordara qué la había motivado. Jimmy notaba que Dave estaba solo en su casa, a excepción de su madre desequilibrada, rodeado de paredes marrones y mortecinas luces amarillentas mientras la fiesta vibraba abajo en la calle.
Una vez más, él también estaba contento de no haber subido a aquel coche.
Mercancía dañada. Eso era lo que el padre de Jimmy le había dicho a su mujer la noche anterior:
– Aunque lo encuentren con vida, el niño será mercancía dañada. Nunca volverá a ser el mismo.
Dave alzó una mano. La mantuvo en alto junto al hombro, pero no la movió durante un buen rato, y mientras le devolvía el saludo, Jimmy sintió que le invadía una sensación de tristeza, que se iba haciendo más profunda y se extendía en pequeñas ondas. No sabía si la tristeza tenía algo que ver con su padre, con su madre, con la señorita Powell, con aquel lugar o con el hecho de que Dave, de pie junto a la ventana, mantuviera la mano alzada de una forma tan estática; pero cualquiera que fuera el motivo (alguna de esas razones o todas a la vez), estaba convencido de que nunca podría librarse de la sensación. Jimmy, sentado en la acera, tenía once años, pero ya no se sentía un niño. Se sentía viejo. Viejo como sus padres y como aquella calle.
«Mercancía dañada», pensó, y dejó caer la mano sobre su regazo. Observó que Dave lo saludaba con la cabeza antes de echar las cortinas y de adentrarse de nuevo en aquel piso demasiado tranquilo, de paredes marrones y relojes que hacían
Se levantó de la acera, sin saber durante un momento qué iba a hacer a continuación. Sintió aquella necesidad imperiosa y nerviosa de pegarle a alguien o de hacer algo nuevo e imprudente. Pero entonces las tripas empezaron a gruñirle y se dio cuenta de que aún tenía hambre, por lo que se fue a buscar otro perrito caliente con la esperanza de que todavía quedaran algunos.
Durante unos cuantos días, Dave Boyle se convirtió en una especie de celebridad, no sólo en el vecindario, sino en todo el estado. Los titulares del
Los mismos niños que habían aparecido junto a él en la portada del periódico empezaron a llamarle «el bicho raro» a la semana de haber vuelto a la escuela. Si Dave les miraba a la cara, notaba un rencor que no estaba muy seguro de que ellos comprendieran mejor que él. Su madre le decía que seguramente provenía de sus padres y «no les hagas caso, Dave, tarde o temprano se cansaran, se olvidaran de todo y el año que viene volverán a ser amigos tuyos».