– No sabía que hubiera sangre en mi maletero. Whitey soltó una risita y le preguntó:
– ¿No tiene ni idea de cómo un cuarto de litro de sangre ha ido a parar al maletero de su coche?
– No, no lo sé -contestó Dave.
Whitey se le acercó, le dio una palmada en la espalda, y añadió:
– Creo que debería decirle, señor Boyle, que así no vamos a llegar a ninguna parte. ¿Cómo cree que va a quedar ante el tribunal cuando afirme que no sabe cómo la sangre de otra persona fue a parar al maletero de su coche?
– Supongo que bien.
– ¿Qué se lo hace pensar?
Dave se reclinó de nuevo en la silla y Whitey apartó la mano.
– Usted mismo redactó el informe, sargento.
– ¿Qué informe? -preguntó Whitey.
Sean lo vio venir y pensó: «¡Mierda! ¡Nos ha pillado!».
– El informe del coche robado -respondió Dave.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Pues que ayer por la noche yo no tenía el coche. No sé lo que hizo con él la persona que lo robó, pero tal vez quiera usted averiguarlo, porque no parece que fuese nada bueno.
Durante unos largos treinta segundos, Whitey permaneció en silencio, y Sean se percató de que empezaba a comprenderlo: se había pasado de listo y se había metido en un buen lío. Cualquier cosa que encontraran en ese coche no sería aceptada ante el tribunal, porque el abogado de Dave podría sostener que lo habían puesto allí los mismos ladrones.
– La sangre estaba seca, señor Boyle. Llevaba allí bastante tiempo.
– ¿De verdad? -exclamó Boyle-. ¿Puede probarlo? ¿Con pruebas decisivas, sargento? ¿Está seguro de que no se secó con rapidez? Al fin y al cabo, ayer no fue una noche muy húmeda.
– Podemos probarlo -afirmó Whitey, pero Sean pudo oír la duda en su voz, y estuvo seguro de que Dave también lo percibió.
Whitey alzó los codos de la mesa y se volvió de espaldas a Dave.
Se tapó la boca con los dedos y empezó a darse golpecitos en el labio superior, mientras se dirigía hacia Sean con la mirada puesta en el suelo.
– ¿Qué probabilidades hay de que me traigan el Sprite? -preguntó Dave.
– Vamos a traer al niño con el que habló Souza, ese que vio el coche. Tommy…
– Moldanado -añadió Sean.
– Eso es -asintió Whitey, con un tono de voz apagado y una expresión de aturdimiento en el rostro; la mirada de alguien al que le han quitado la silla de debajo, y que se encuentra de pronto sentado en el suelo, preguntándose cómo ha ido a parar hasta allí-. Sí, pondremos a Boyle entre unos cuantos sospechosos, a ver si Moldanado lo reconoce.
– ¡Más vale eso que nada! -exclamó Sean.
Whitey se apoyó en la pared del pasillo mientras una secretaria pasaba por delante de ellos; llevaba el mismo perfume que Lauren, y Sean pensó que quizá la llamara al móvil para saber cómo le iban las cosas y para ver si le hablaba.
– Se siente demasiado cómodo -comentó Whitey-. Es la primera vez que lo llevan a la comisaría y ni siquiera está sudando.
– Sargento, esto no pinta nada bien, ¿sabe?
– ¡No hace falta que me lo recuerdes!
– Lo que quiero decir es que aunque no nos reprendieran por lo del coche, la sangre no coincide con el grupo sanguíneo de Katie Marcus. No tenemos nada que pueda relacionarlo con el caso.
Whitey se volvió hacia la puerta de la sala de interrogatorios y declaró:
– Puedo acabar con él.
– Acaba de machacarnos, sargento -replicó Sean.
– Ni siquiera he empezado.
Sean, no obstante, se lo notaba en la cara: la duda, el primer fallo de su corazonada principal. Whitey era tozudo, y si creía que tenía razón podía llegar a ser cruel, pero era lo bastante inteligente para no insistir con una corazonada que presentaba un montón de lagunas cada vez que intentaba justificarla.
– Mira -dijo Sean-, dejémosle que sude un poco ahí adentro.
– ¡Pero si no suda!
– Puede que empiece a hacerlo, si le dejamos solo y comienza a pensar.
Whitey, que observaba la puerta como si deseara prenderle fuego, contesto:
– Puede que tengas razón.
– Creo que es la pistola -dijo Sean-. Deberíamos averiguar algo más sobre ella.
Whitey hizo una mueca, y al cabo de un rato asintió:
– Sí, deberíamos obtener más información sobre la pistola. ¿Te encargas tú de hacerlo?
– ¿La tienda todavía pertenece al mismo propietario?
– No lo sé -respondió Whitey-. El archivo del caso es del año ochenta y dos; por aquel entonces, el propietario era Lowell Looney.
Sean sonrió al oír el nombre y dijo:
– Tiene un nombre gracioso, ¿no crees?
– ¿Por qué no te llegas hasta la tienda? -sugirió Whitey-. Yo vigilaré al desgraciado ése a través del cristal, a ver si empieza a cantar canciones sobre chicas muertas en el parque.
Lowell Looney debía de tener unos ochenta años, aunque parecía capaz de ganar a Sean en una carrera de cien metros lisos. Llevaba una camiseta naranja del gimnasio Porter, pantalones de chándal azules con ribetes blancos y unas Reebok relucientes; por la forma de moverse, era evidente que sería capaz de coger la botella de la estantería más alta si alguien se lo pidiera.
– Ahí mismo -le dijo a Sean, señalando una hilera de botellas de medio litro que había tras el mostrador-. Atravesó una botella y se quedó incrustada en esa pared.