Ese monstruo había desaparecido para siempre. Se había ido al infierno con la víctima de Dave. Al matar a alguien, había aniquilado su parte más débil, a ese monstruo que le había poseído desde que tuviera once años, de pie junto a su ventana, mirando la fiesta que celebraban en la calle Rester para festejar su retorno. En esa fiesta se había sentido débil e indefenso. Había tenido la sensación de que la gente se reía de él en secreto, los padres sonriéndole con la más falsa de las sonrisas; más allá de sus rostros, alcanzaba a ver que en el fondo sentían lástima por él, le temían y le odiaban, y él tuvo que marcharse de la fiesta para huir de ese odio que le hacía sentir como un trapo sucio.
Pero ahora el odio de los demás le fortalecería, porque ahora tenía un secreto que era mucho mejor que el anterior, ese que, de todos modos, todo el mundo parecía adivinar. Ahora tenía un secreto que, en vez de debilitarlo, le hacía poderoso.
Tenía ganas de decir a la gente: «Acércate, tengo un secreto. Si te acercas un poco más, te lo susurraré al oído». «He matado a alguien.»
Dave miró fijamente al poli gordo que había al otro lado del espejo:
«He matado a alguien, y no puedes probarlo».
«¿Quién es el débil, ahora?»
Sean encontró a Whitey en la oficina del otro lado del espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios C. Tenía un pie apoyado en un viejo sillón de piel; observaba a Dave y bebía café.
– ¿Ya has hecho la rueda de reconocimiento?
– Todavía no -respondió Whitey.
Sean se sentó junto a él. Dave les miraba fijamente a los ojos; daba la impresión de que podía verles. y lo que aún era más extraño es que les sonreía; levemente, pero les sonreía.
– No te encuentras muy bien, ¿verdad? -preguntó Sean.
Whitey se volvió hacia él y le respondió:
– He tenido días mejores.
Sean asintió con la cabeza.
Whitey, señalando a Dave con la taza de café, exclamó:
– ¡Sé que has hecho algo, desgraciado! ¡Cuéntamelo!
Sean deseaba alargarlo un poco más, dejar que Whitey se pusiera nervioso con la espera, pero al final no tuvo valor para hacerlo.
– He averiguado que cierta persona trabajaba en la tienda de licores de Looney.
Whitey dejó la taza de café sobre la mesa que había detrás de él quitó el pie de encima del sillón y preguntó:
– ¿De quién se trata?
– De Ray Harris.
– ¿Ray…?
Sean sintió cómo una sonrisa le iluminaba el rostro.
– El padre de Brendan Harris, sargento. Además, tiene antecedentes penales.
23. EL PEQUEÑO VINCE
Whitey estaba sentado en el escritorio vacío delante del de Sean, con el informe de libertad condicional en la mano: «Raymond Matthew Harris. Nació el 6 de septiembre de 1955. Se crió en el número 12 de la calle Mayhew de las marismas de East Bucky. Madre, Delores, ama de casa. Padre, Seamus, jornalero que abandonó a la familia en I967. El padre fue arrestado por hurto menor en I973 en Bridgeport, Connecticut. Después fue arrestado varias veces por conducción en estado de embriaguez y por otros muchos cargos. En 1979, el padre murió de un infarto de miocardio en Bridgeport. Ese mismo año, Raymond se casó con Esther Scannell (vaya cabrón más afortunado), y empezó a trabajar como maquinista para el metro de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston. El primer hijo, Brendan Seamus, nació en I981. A
– No obstante, empezaba a labrarse una reputación -apuntó Sean.
– Sí, se estaba haciendo famoso -asintió Whitey-. Uno de sus colegas, un tal Edmund Reese, lo acusó de haber cometido un robo a mano armada para apoderarse de una colección de cómics antiguos…
– ¡Robó una colección de cómics! -exclamó Sean-. ¡Realmente vas a por todas, Raymond!
– Era una colección valorada en ciento cincuenta mil dólares -añadió Whitey.
– ¡Ah, entonces…!
– Raymond devolvió la colección en buen estado y le condenaron a cuatro meses de cárcel, a un año de libertad condicional, y sólo cumplió dos meses de condena. Según parece, salió de la cárcel con un pequeño problema de adicción a las sustancias químicas.
– ¡Caramba con Raymond!