Brendan entró de nuevo en la cocina, a Ray le temblaban los pies y las zapatillas le resbalaban sobre los platos rotos. Brendan le abofeteó el rostro con tanta fuerza que Ray se cayó encima del fregadero. Brendan asió a su hermano por la camisa; Ray le miraba fijamente mientras las lágrimas le brotaban de los ojos repletos de odio, y la sangre le empapaba la boca; lo tiró al suelo, le extendió los brazos y se arrodilló sobre ellos.
– ¡Habla! -le ordenó Brendan-. ¡Sé que puedes hacerlo! ¡Habla, jodido monstruo, o te juro por Dios, Ray, que te mataré! ¡Habla!-
Brendan lanzó un grito y le golpeó las orejas con el puño-. ¡Habla! ¡Di su nombre! ¡Dilo! ¡Di «Katie», Ray! ¡Di su nombre!
Los ojos de Ray se volvieron oscuros y sombríos, y la sangre que escupió le cayó en su propio rostro.
– ¡Habla! -le ordenó Brendan-. Si no lo haces, te mataré.
Cogió a su hermano por el pelo de las sienes y le levantó la cabeza del suelo, y la sacudió de un lado a otro hasta que Ray le miró; Brendan le sostuvo la cabeza inmóvil, y observó con atención sus pupilas grises, y en ellas vio tanto amor y tanto odio que le entraron ganas de arrancársela de cuajo y lanzarla por la ventana.
– ¡Habla! -repitió, pero esa vez sólo consiguió emitir un susurro ronco y entrecortado-. ¡Habla!
Oyó cómo alguien tosía en voz alta, y al mirar atrás vio a Johnny O'Shea en pie, escupiendo sangre por la boca y con la pistola del padre de Ray en la mano.
Sean y Whitey subían por las escaleras cuando oyeron el estrépito: los gritos procedentes del piso y el inconfundible sonido de los cuerpos al luchar. Oyeron a un hombre gritar: «Voy a matarte, desgraciado», y Sean sostenía su Glock cuando asió el pomo de la puerta.
– ¡Espera! -le instó Whitey, pero Sean ya había girado el pomo, y cuando entró en el piso se encontró con que alguien le apuntaba el pecho a veinte centímetros de distancia.
– ¡Detente! ¡No aprietes ese gatillo, chico!
Sean observó el rostro ensangrentado de Johnny O'Shea y lo que vio en él le dio un susto de muerte. No había nada, y con toda probabilidad nunca lo había habido. El chico no iba a apretar el gatillo porque estuviera enfadado o asustado. Lo haría porque Sean no era más que una imagen de un juego de vídeo de metro ochenta y cinco, y la pistola era un mando.
– Johnny, deja de apuntarme con esa pistola.
Sean oía la respiración de Whitey al otro lado del umbral. -Johnny.
– ¡Me ha dado puñetazos! -exclamó Johnny O'Shea-. ¡Dos veces! i Y me ha roto la nariz!
– ¿Quién?
– Brendan.
Sean miró a su izquierda, y vio a Brendan de pie junto a la puerta de la cocina, con las manos a los lados, paralizado. Se dio cuenta de que Johnny O'Shea había estado a punto de disparar a Brendan cuando él cruzó la puerta. Podía oír la respiración de Brendan, superficial y lenta.
– Si quieres, le arrestaremos por ello.
– ¡No quiero que le arresten! ¡Lo quiero muerto, joder!
– La muerte es una cosa muy grave, Johnny. Los muertos nunca regresan, ¿recuerdas?
– Ya lo sé -respondió el chico-. Ya sé de qué va todo eso. ¿Piensa usarla?
La cara del chico era un desastre; de la nariz rota no paraba de salir sangre y le goteaba por la barbilla.
– ¿El qué? -preguntó Sean.
Johnny O'Shea señaló la cadera de Sean, y contestó:
– Esa pistola. Es una Glock, ¿verdad?
– Sí, lo es.
– Eso sí que es una pistola, tío. Me encantaría tener una. ¿Piensa usarla?
– ¿Ahora?
– Sí. ¿Va a utilizarla?
Sean, con una sonrisa, respondió:
– No, Johnny.
– ¿Por qué coño sonríe? -replicó Johnny-. Úsela y a ver qué pasa. Será divertido.
Le acercó la pistola, con el brazo extendido, con la boca tan sólo a dos centímetros de distancia del pecho de Sean.
– Diría que ya me tienes, compañero -dijo Sean-. ¿Sabes lo que te quiero decir?
– Ya es mío, Ray -gritó Johnny-. ¡Un maldito poli! ¡Yo solo! ¿Qué te parece?
– No dejemos que esto se salga de… -apuntó Sean.
– ¿Sabe? Una vez vi una película en la que un poli perseguía a un negro por encima de un tejado. El negro lo lanzó desde arriba, y el poli no paró de gritar hasta que cayó al suelo. El negro era muy cabrón, no le importó lo más n1ínimo que el policía tuviera mujer e hijos esperándole en casa. ¡El negro aquél era genial, tío!
Sean ya había presenciado algo similar con anterioridad. Fue una vez que iba de uniforme y que le habían mandado a controlar a la multitud en el atraco a un banco que se había complicado. Durante un período de dos horas, el tipo se había ido haciendo gradualmente más fuerte, por el poder de la pistola y por el efecto que provocaba, y Sean le había observado mientras despotricaba a los monitores instalados junto a las cámaras del banco. Al principio, el atracador estaba aterrorizado, pero luego lo había superado. Se había enamorado de la pistola.
Por un momento, Sean vio a Lauren que le miraba desde la almohada, con la cabeza apoyada en la mano. Vio a la hija que había soñado, la olió, y pensó lo horrible que sería morir sin llegar a conocerla o sin ver de nuevo a Lauren.
Se concentró en el rostro vacío que tenía ante él.