Pensó en el desfile. Los tambores y las trompetas procedían de la banda que se preparaba para desfilar por la avenida Buckingham al mediodía. Se levantó, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Aquel coche no había puesto en marcha el motor porque habían cerrado la calle desde la avenida Buckingham hasta Rome Basin. Treinta y seis manzanas. Observó la avenida a través de la ventana. Era una línea definida de asfalto azul grisáceo bajo un ardiente sol, y tan limpio que Jimmy no recordaba haberlo visto nunca así. Caballetes azules bloqueaban el acceso a cualquier calle que cruzara y se extendían de un extremo a otro del bordillo hasta donde Jimmy alcanzaba a ver en ambas direcciones.
La gente había empezado a salir de sus casas para coger sitio en la acera. Jimmy observó cómo se instalaban con sus neveras portátiles, sus radios y sus cestas de comida, y saludó a Dan y Maureen Guden mientras éstos desplegaban sus tumbonas delante de la lavandería Hennessey. Cuando le devolvieron el saludo, se sintió conmovido por la preocupación que vio en sus rostros. Maureen ahuecó las manos alrededor de su boca y le llamó. Jimmy abrió la ventana y se apoyó en la mosquitera, y le llegó un soplo del sol de la mañana, del aire diáfano, y los restos del polvo primaveral que estaban pegados a la tela metálica.
– ¿Qué has dicho, Maureen?
– Te he preguntado cómo estás, cariño. ¿Estás bien?
– Sí -respondió Jimmy, sorprendiéndose al comprobar que, en realidad, se encontraba bien.
Todavía llevaba a Katie en su interior, como un segundo corazón herido y enfadado, estaba convencido de ello, cuyos latidos airados nunca cesarían. No se hacía ilusiones al respecto. El dolor que sentía se había convertido en algo constante, en algo más real que cualquiera de sus miembros. Pero, en cierto modo, durante su largo sueño, había conseguido aceptarlo. Allí estaba, formaba parte de él, y de ese modo podía manejarlo. Por lo tanto, dadas las circunstancias, se sentía mucho mejor de lo que podría haber esperado.
– Estoy… bien -les dijo a Maureen y a Dan-. Teniendo en cuenta la situación.
Maureen asintió con la cabeza, y Dan le preguntó:
– ¿Necesitas algo, Jim?
– Cualquier cosa que necesites, nos la pides -insistió Maureen.
Jimmy sintió una oleada satisfactoria y eterna de amor hacia ellos y hacia el lugar en general, al contestar:
– Muchas gracias, de verdad, pero no me hace falta nada. Os lo agradezco de todo corazón.
– ¿Vas a bajar? -le preguntó Maureen.
– Sí, creo que sí -respondió Jimmy, sin estar seguro hasta que las palabras le brotaron de la boca-. Nos vemos ahí abajo dentro de un rato.
– Te guardaremos un sitio -terció Dan.
Le saludaron con la mano; Jimmy les devolvió el saludo y se apartó de la ventana, con el pecho aún repleto de aquella arrolladora mezcla de orgullo y de amor. Ésa era su gente. Y aquél era su barrio. Su hogar. Le guardarían un sitio. Lo harían. A Jimmy el de las marismas.»
Así le llamaban los grandullones en los viejos tiempos, antes de que le mandaran a Deer Island. Solían llevarle a los clubes sociales de la calle Prince en la zona del North End, y decían: «Hola, Carla, éste es el amigo del que te hablé. Jimmy. Jimmy el de las marismas».
Carla, Gino o cualquiera de los demás irlandeses abrían los ojos de par en par, y decían: «¿De verdad? Jimmy de las marismas. Encantado de conocerte, Jimmy. Hace mucho tiempo que admiro tu trabajo».
A continuación, contaban chistes sobre su edad: «¿Forzaste tu primera caja fuerte cuando todavía llevabas pañales?», aunque Jimmy notaba el respeto, cuando no algo de temor, que aquellos tipos duros sentían en su presencia.
Él era Jimmy el de las marismas. Había dirigido su primera banda cuando tenía diecisiete años. ¡Sólo diecisiete! ¿No parece imposible? Un tipo serio, con el que nadie se metía. Un hombre que mantenía la boca cerrada, que conocía las reglas del juego y que sabía respetar a los demás. Un hombre que ganaba dinero para sus amigos.
Por aquel entonces era Jimmy de las marismas, y todavía seguía siéndolo, y toda esa gente que empezaba a agruparse a lo largo de las calles por las que iba a pasar el desfile… le querían. Se preocupaban por él y compartían un poco de su dolor de la mejor forma que sabían. Y a cambio de su amor, ¿qué les daba él? Tuvo que preguntárselo. ¿Qué les daba él en realidad?