Perdió el equilibrio y se cayó en el asiento de atrás; la nuca le fue a parar entre el respaldo y el asiento y empezó a sentir esa sensación de hormigueo en las mejillas que notaba las pocas veces que fumaba marihuana. La risa tonta dio paso a un estado de adormecimiento y mientras contemplaba la pálida luz del techo, pensaba que eso era para lo que uno vivía, para reírse como una tonta con sus mejores amigas igualmente tontas y sonrientes, la noche antes de casarse con el hombre que amaba. En Las Vegas, de acuerdo. Con resaca, muy bien. Sin embargo, ésa era la idea. Ese era el sueño que albergaba. Después de haber estado en cuatro bares, de haberse bebido tres chupitos y de haberse apuntado un par de números de teléfono en una servilleta, Katie y Diane estaban tan borrachas que se subieron a la barra del McGills y empezaron a bailar
Por aquel entonces, Diane y Katie ya habían conseguido que Eve se subiera a la barra y en aquel momento cantaba
Así pues, las pusieron de patitas en la calle incluso antes de que pudieran entrar en el Brown, lo que quería decir que la única opción que quedaba para tres chicas borrachas de East Buckingham era ir al Last Drop, un antro depresivo y húmedo situado en la peor zona de las marismas; era un horrible edificio de tres plantas en el que se aparejaban las prostitutas más drogadictas y sus clientes, y un lugar en el que un coche sin alarma solía durar un minuto y medio.
Allí se encontraban cuando Roman Fallow apareció con la última ejecutiva que tenía por novia. A Roman le gustaban las mujeres menudas, rubias y de ojos grandes. Los camareros estuvieron muy contentos de ver a Roman porque solía dar unas propinas que rondaban el cincuenta por ciento de la consumición; en cambio, para Katie fue mala suerte, ya que Roman era amigo de Bobby O'Donnell.
– . ¡Estás algo trompa, Katie! -exclamó Roman.
Katie sonrió porque le tenía miedo a Roman. De hecho, Roman asustaba a casi todo el mundo. Era un tipo atractivo y elegante; podía ser de lo más divertido, pero Roman tenía un defecto: una carencia total de cualquier cosa que pudiera asemejarse a sentimientos verdaderos y aquello pendía de sus ojos como un letrero que indicara que aún quedaban habitaciones libres.
– Estoy un poco colocada -admitió ella.
Roman lo encontró divertido. Le dedicó una breve sonrisa exhibiendo su dentadura perfecta; tomó un sorbo de Tanqueray y le dijo:
– Un poco colocada ¿verdad? Si, muy bien, Katie. Déjame que te haga una pregunta -le dijo con dulzura-. ¿Crees que a Bobby le gustaría enterarse de que te estás comportando como una estúpida en el Mcgills? ¿Crees que le gustaría saberlo?
– No.
– Porque a mí no me gustaría, Katie. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Sí.
Roman se colocó la mano detrás de la oreja y dijo:
– ¿Cómo?
– Sí.
Roman dejó la mano donde estaba, se inclinó hacia ella y repitió:
– Lo siento. ¿Cómo has dicho?
– Me voy a casa ahora mismo -anunció Katie.
Roman sonrió y le preguntó:
– ¿Estás segura? No me gustaría que te sintieras obligada a hacer algo que no deseas hacer.
– No, no, ya he tenido bastante.
– ¡Claro, claro! ¿Os pago las bebidas?
– No, no. Gracias, Roman, pero ya hemos pagado.
Roman rodeó con un brazo a la tontita que lo acompañaba y preguntó a Katie:
– ¿Te pido un taxi?
Katie casi metió la pata porque estuvo a punto de decir que había ido en coche hasta allí, pero se contuvo y respondió:
– No, no hace falta. A estas horas encontraremos uno sin ningún problema.
– Es verdad. Muy bien, pues. Ya nos veremos, Katie.
Eye y Diane ya estaban junto a la puerta; de hecho, habían ido hacia allí tan pronto como habían visto a Roman.
Cuando ya estaban en la acera, Diane exclamó:
– ¡Santo cielo! ¿Creéis que llamará a Bobby?
Katie que no estaba muy segura, negó con la cabeza y contestó:
– No. A Roman no le gusta tener que dar malas noticias. Sólo se encarga de ponerles remedio.
Se cubrió el rostro con la mano por un instante y, en la oscuridad, notó como el alcohol le corría por las venas con impaciencia; también notó el peso de su propia soledad. Desde la muerte de su madre siempre se había sentido sola y ya había pasado mucho tiempo desde entonces.
Eve vomitó al llegar al aparcamiento y salpicó uno de los neumáticos traseros del Toyota azul de Katie. Cuando acabó, Katie sacó un pequeño frasco de enjuague bucal del bolso y se lo pasó a Eve.
– ¿Crees que puedes conducir? -le preguntó Eve.