Allí estaba todo muy tranquilo por la noche, ya que la mayor parte de las casas que daban al parque del Pen Channel se habían quemado en un incendio, ocurrido cuatro años atrás; lo poco que quedaba de las casas estaba destrozado, ennegrecido y cubierto con tablas. Katie sólo deseaba llegar a casa, meterse en la cama, levantarse por la mañana y marcharse mucho antes de que a su padre o a Bobby se les ocurriera la idea de buscarla, Quería marcharse de allí del mismo modo que uno desea deshacerse de la ropa que ha llevado durante una tormenta. Formar una bola, lanzarla a un lado y no volver nunca la vista atrás.
Recordó algo en lo que hacía muchos años que no pensaba. Recordó que, cuando tenía cinco años, fue andando hasta el zoo con su madre. No lo evocó por ninguna razón en particular; con toda probabilidad los restos de marihuana pasada y de alcohol que tenía en el cerebro debieron de toparse con la célula que almacenaba la memoria. Su madre le cogía de la mano mientras bajaban por la calle Columbia en dirección al zoo, y Katie sentía los huesos de su mano cuando temblaban ligeramente bajo la piel junto a su muñeca. Alzó los ojos para mirar la cara delgada y los severos ojos de su madre; la nariz se le había vuelto afilada por la pérdida de peso, y la barbilla era apenas un bultito. Y Katie, con cinco años, curiosa y triste, le había preguntado: «¿Por qué estás siempre cansada?».
El rostro inflexible y quebradizo de su madre se había desmenuzado como una esponja seca. Se acurrucó junto a Katie, le puso las manos sobre las mejillas y la miró fijamente con los ojos rojos. Katie había pensado que estaba loca, pero en aquel momento su madre le había sonreído aunque la sonrisa desapareció de inmediato y, sin poder evitar el temblor de su barbilla, le había dicho: «Oh, nena», indicándole que se acercara. Había apoyado la barbilla en el hombro de Katie y había repetido: «Oh, nena», y entonces Katie había sentido como las lágrimas le bajaban por el pelo.
Volvía a sentirlo en ese momento, la suave llovizna de sus lágrimas en el pelo como las ligeras gotas de lluvia que caían encima del parabrisas. Cuando estaba intentando recordar el color de los ojos de su madre, vio el cuerpo tumbado en medio de la calle, Estaba echado como un saco delante de sus neumáticos y viró con brusquedad hacia la derecha; al notar que el neumático izquierdo de la parte trasera chocaba contra algo, pensó: «¡Santo cielo! ¡Por favor, Dios, dime que no le he dado! ¡Por favor!».
Frenó el Toyota como pudo junto al bordillo derecho de la calle, apartó el pie del embrague, y el coche se movió hacia delante, renqueando; luego se paró.
– ¡Eh! ¿Se encuentra bien? -le gritó alguien.
Katie vio cómo se acercaba y empezó a relajarse ya que había algo en él que le resultaba familiar e inofensivo, hasta que se percató de la pistola que llevaba en la mano.
A las tres de la mañana, Brendan Harris finalmente se durmió.
Lo hizo sonriendo, con la imagen de Katie flotando sobre él, diciéndole que le amaba, susurrando su nombre; el dulce aliento de Katie era como un beso en la oreja.
4. DEJA YA DE REPRIMIRTE TANTO
Dave Boyle acabó yendo al McGills aquella noche. Se sentó con Stanley