Observó los rostros de la gente de las gradas: casi todos tenían una expresión de animosidad y de gran cansancio y parecía que los hinchas se tomaban la derrota de modo más personal que los mismos jugadores. Tal vez lo hicieran. Dave se imaginó que para muchos sería el único partido al que irían aquel año. Habían llevado a los niños, a la mujer y habían salido de su casa de California a última hora de la tarde con neveras portátiles para la fiesta ele después del partido; además, cada una de las cinco entradas les había costado treinta dólares, y eso para acabar sentándose en los asientos más baratos, colocarles a sus hijos gorras de veinticinco dólares, comer hamburguesas de rata de seis dólares, perritos calientes de cuatro dólares y medio, Pepsi aguada y barras pegajosas de helado que se les derretían por las muñecas. Dave sabía que habían ido allí para sentirse eufóricos y exultantes, para que el excepcional espectáculo de la victoria les hiciera olvidar sus vidas por un momento. Ése era el motivo por el cual los anfiteatros y los estadios de béisbol se asemejaban a las catedrales: por el zumbido de las luces, por las oraciones que se decían en voz baja y por los cuarenta mil corazones que latían al unísono con la misma esperanza colectiva.
Gana por mí. Gana por mis hijos. Gana por mi matrimonio, gana para que pueda llevarme esa victoria al coche y pueda disfrutar de ese triunfo con la familia mientras regresamos a nuestras vidas llenas de fracasos.
Gana por mí. Gana. Gana. Gana.
Sin embargo, cuando el equipo perdió, toda aquella esperanza colectiva se rompió en mil pedazos y toda la apariencia de unidad que se había sentido con el resto de feligreses desapareció con ella. Tu equipo te había fallado y sólo sirvió para recordarte que, en general, cada vez que intentabas algo, perdías. Cuando uno albergaba esperanzas, la esperanza moría. Y te quedabas allí sentado entre los restos de envoltorio de celofán, de palomitas de maíz, de vasos blandos y empapados amontonados entre los despojos entumecidos de tu propia vida; además, tenías que recorrer un pasillo largo y oscuro para llegar a un aparcamiento igualmente largo y oscuro, entre una gran multitud de extraños borrachos y airados, una esposa silenciosa que te hacía recordar tu último fracaso y tres niños maniáticos. Lo único que uno podía hacer era meterse en el coche y volver a casa, al mismo lugar del que aquella catedral había prometido transportarte.
Dave Boyle, que había sido una estrella pasajera de los equipos de béisbol durante los gloriosos años (78 a 82) en el Centro de Formación Profesional Don Bosco, sabía que había muy pocas cosas en el mundo que pudieran ser más temperamentales que un hincha. Sabía lo que era necesitarles, odiarles, arrodillarse ante ellos y suplicarles que te ovacionaran una vez más; asimismo sabía hasta qué punto deseaban destruirte cuando les habías roto su corazón colectivo y enfadado.
– ¿Crees que es normal que esas chicas se comporten así? -le preguntó Stanley
Dave alzó la mirada y vio que de repente dos chicas se subían a la barra y empezaban a bailar; lo hacían mientras otra chica cantaba una versión desafinada de
Pero la otra…
Dave la conocía desde que era una niña pequeña: Katie Marcus, la hija de Jimmy y de la difunta Marita, aunque entonces era la hijastra de Annabeth, la prima de su mujer; ahora se la veía adulta y su cuerpo, que rezumaba firmeza y frescura, desafiaba las leyes de la gravedad, Mientras contemplaba cómo bailaba y se balanceaba, cómo se contoneaba y se reía, con el pelo rubio cayéndole sobre la cara y la espalda como si fuera un velo cada vez que echaba la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto un cuello pálido y arqueado, Dave sentía una esperanza oscura y que le consumía todo el cuerpo como si fuera un fuego abrasador. No es que se sintiera así de repente, sino que era ella la que lo provocaba. El cuerpo de Katie se lo transmitía al suyo; de súbito, ella, con la cara sudada, lo reconoció y sus miradas se cruzaron; entonces ella le sonrió y a modo de saludo le hizo un gesto con el dedo meñique, que le atravesó limpiamente los huesos del pecho y le abrasó el corazón,