«El sida -pensó por un instante-. ¿Qué pasaría si ese tipo tuviera el sida?» No. Tenía que enfrentarse a aquello en ese mismo momento, se dijo.
Dave la necesitaba. No solía actuar así. Y entonces se percató de por que había empezado a preocuparle que nunca se quejara. En cierta manera, cuando uno expresaba sus quejas a alguien, en realidad estaba pidiendo ayuda, pidiendo a esa persona que le ayudara a solucionar sus problemas. Sin embargo, Dave nunca la había necesitado con anterioridad y, por lo tanto, nunca se había quejado, ni siquiera cuando perdió el trabajo, ni cuando Rosemary vivía. Pero en ese momento, arrodillado ante ella, contándole con desesperación que era posible que hubiera matado a un hombre, le estaba pidiendo que le dijera que no pasaba nada.
Y así era, ¿no es verdad? Si alguien intentaba robar a un ciudadano honrado, tenía que aguantarse si las cosas no le salían tal y como había planeado. Y si a uno lo matan, pues mala suerte. «Lo siento, pero es así. El que la hace, la paga», pensaba Celeste.
Besó a su marido en la frente y le susurró:
– Cariño, métete en la ducha. Yo ya me ocuparé de la ropa.
– ¿De verdad?
– Pues claro.
– ¿Qué piensas hacer con ella?
No tenía ni la menor idea. ¿Quemarla? Claro, pero ¿dónde? En su casa, no. Sólo tenía otra posibilidad: el patio trasero. Sin embargo, enseguida se percató de que si se ponía a quemar ropa en el patio a las tres de la madrugada, o a cualquier otra hora, la gente se daría cuenta.
– La lavaré -dijo en el mismo momento en que se le ocurrió-. La lavaré bien, la meteré en una bolsa de basura y después la enterraremos
– ¿Enterrarla?
– Podemos llevarla al vertedero. ¡Ah, no, espera! -Los pensamientos le fluían con más rapidez que las palabras-. Podemos esconder la bolsa hasta el martes por la mañana. Es el día que pasan a recoger la basura, ¿no es verdad?
– Así es…
Se dio la vuelta en la ducha y la miró, expectante, mientras la raja del costado se iba oscureciendo y ella volvía a preocuparse por el sida, o por la hepatitis, o por cualquier otra enfermedad por la que la sangre de otra persona pudiera matarte o envenenarte.
– Sé cuándo pasan. A las siete y cuarto, ni un minuto más ni un minuto menos, cada semana, excepto la primera semana de junio, pues los universitarios, que acaban el curso, dejan un montón de basura y, por lo tanto, el camión de recogida llega un poco tarde, pero aun así…
– ¡Celeste, amor mío! ¡Vayamos al grano!
– ¡Ah, vale! Cuando oiga el camión, bajaré corriendo detrás de ellos las escaleras, como si me hubiera olvidado una bolsa, y la tiraré directamente a la parte trasera. ¿De acuerdo? -sonrió, a pesar de que no tenía ganas,
Colocó una mano debajo del grifo de la ducha, aunque aún seguía vuelto hacia ella, y le respondió:
– De acuerdo, mira…
– ¿Qué?
– ¿Crees que podrás soportarlo?
– Sí.
«Hepatitis A, B y C -pensó-. Ébola. Enfermedades tropicales.» Volvió a abrir mucho los ojos de nuevo y exclamó:
– ¡Santo cielo! Es posible que haya matado a alguien.
Deseaba acercarse a él y tocarlo. Quería salir de la habitación, acariciarle el cuello y asegurarle que todo saldría bien. Ansiaba huir de allí hasta haber analizado la situación hasta el último detalle.
Se quedó donde estaba y anunció:
– Me voy a lavar la ropa.
– De acuerdo -contestó-. Muy buena idea.
Encontró unos guantes de plástico debajo del fregadero; eran los que solía usar cuando limpiaba el cuarto de baño. Se los puso y comprobó que no tuvieran ningún desgarrón. Al ver que no había ninguno, cogió la camisa del fregadero y los vaqueros del suelo. Los pantalones también estaban manchados de sangre y dejaron una mancha en las baldosas blancas.
– ¿Cómo es posible que también haya en los pantalones?
– ¿Haya, qué?
– Sangre.
Los observó mientras ella los sostenía con la mano, miró al suelo y dijo:
– Me arrodillé encima de él -se encogió de hombros -. No lo sé. Supongo que se llenaron de salpicaduras, igual que la camisa.
– ¡Si, claro!
Sus miradas se cruzaron y él asintió:
– Sí, debe de ser eso.
– ¡Bien! -exclamó ella.
– ¡Bien!
– Pues voy a lavarlos en el fregadero de la cocina.
– De acuerdo.
– Vale -respondió ella y salió reculando del lavabo.
Lo dejó allí de pie, moviendo una mano debajo del agua, mientras esperaba a que saliera caliente.