Cuando Celeste era adolescente, estaba convencida de que aparecería alguien que se la llevaría de allí. No era fea ni estaba amargada; además, tenía buen carácter y sabía reírse. Se imaginaba que si uno tenía en cuenta todas esas cosas, acabaría sucediéndole. Aunque había conocido a algunos candidatos, no había ninguno que acabara de gustarle. La mayoría eran de Buckingham, casi todos gamberros de la colina o de las marismas de East Bucky, algunos de Rome Basin, y un tipo de las afueras que había conocido cuando asistía a la escuela de peluquería Blaine, que era homosexual, aunque por aquel entonces ella aún no lo sabía.
El seguro médico de su madre era una mierda, y bien pronto Celeste se encontró que tenía que trabajar para cubrir unas facturas médicas monstruosas por unas enfermedades monstruosas que no lo eran tanto para poner fin a su sufrimiento. Y no es que su madre no disfrutara de su propio padecimiento. Cada vez que sufría una enfermedad disponía de un nuevo triunfo para jugar a lo que Dave llamaba «Rosemary tiene todos los boletos de la rifa para que su vida sea peor que la de los demás».
Una vez, en las noticias vieron a una madre acongojada que lloraba en la acera, después de presenciar como su casa y sus dos hijos habían volado por los aires a causa de un incendio. Rosemary hizo un chasquido con la lengua:
– Siempre puedes tener más hijos. En cambio, intenta vivir con colitis y un pulmón colapsado en un mismo año y ya verás -comentó.
En momentos así, Dave le dedicaba una tensa sonrisa y se iba a buscar otra cerveza.
Rosemary, cuando oía el ruido del frigorífico al abrirse, le decía a Celeste:
– Tú sólo eres su amante, cariño. Su mujer se llama Budweiser.
– ¡Mamá, déjalo ya! -solía responderle Celeste.
– ¿Qué? -le contestaba ella.
A
Fue una apoplejía lo que al final acabó con su vida. Un día que Celeste volvía del supermercado, se encontró que su madre estaba muerta en la bañera, con la cabeza inclinada, y apretados en una mueca los Iabios torcidos hacia el lado derecho, como si hubiera mordido algo demasiado ácido.
Durante los meses que siguieron al funeral, Celeste se consolaba al saber que, como mínimo, las cosas serían más fáciles a partir de entonces, ya que no tendría que soportar los reproches constantes y los comentarios crueles. Pero, en realidad, las cosas no habían ido de ese modo. Dave cobraba más o menos lo mismo que Celeste, y eso sólo suponía un dólar más por hora de lo que pagaban en McDonald's, y aunque era de agradecer que las facturas que Rosemary acumuló a lo largo de su vida no pasaran a su hija, ésta tuvo que pagar las facturas del funeral y del entierro. Celeste examinaba el desastre económico en el que estaban sumidos, las facturas que hacía años que pagaban, la falta de ingresos, las enormes cantidades de dinero que gastaban, el nuevo montón de facturas que Michael y su futura educación representaban, la falta de solvencia, y tenía la sensación de que tendría que vivir con la respiración contenida para el resto de su vida. Ni ella ni Dave habían ido a la universidad y tampoco parecía probable que fueran a ir, y a pesar de que en el telediario la gente se jactaba del bajo índice de desempleo y de la seguridad laboral de todo el estado, nadie mencionaba que esto sólo afectaba a la mano de obra cualificada ya la gente que estaba dispuesta a trabajar como empleado eventual sin ninguna asistencia médica o dental y con muy pocas perspectivas laborales.
Algunas veces, Celeste se sentaba en el lavabo junto a la bañera en la que se había encontrado a su madre. Solía sentarse en la oscuridad. Se sentaba allí e intentaba no llorar; se preguntaba cómo podía ser que su vida hubiera llegado a semejante extremo, yeso mismo estaba haciendo un domingo a las tres de la madrugada, mientras la persistente lluvia golpeaba las ventanas, cuando Dave entró cubierto de sangre.
El hecho de encontrársela allí le sorprendió y se echó hacia atrás de un salto cuando ella se puso en pie.
– Cariño, ¿qué te ha pasado? -le preguntó, acercándose a él. Volvió a saltar hacia atrás, se dio un golpe en el pie con la jamba de la puerta, y contestó:
– Me han rajado.
– ¿Qué?
– Que me han rajado.
– ¡Por el amor de Dios, Dave! ¿Qué es lo que ha pasado?
Se levantó la camisa y Celeste observó con atención una cuchillada bastante profunda en la caja torácica, de la que salía sangre a borbotones.
– ¡Santo cielo! Tienes que ir al hospital, cariño.