Para empezar, a quién podría ocurrírsele decir cosas del estilo «la cartera o la vida, hijo de perra. No me pienso ir sin una cosa o la otra». Absurdo. Era, tal y como había pensado en el cuarto de baño, una frase extraída de una película. Y aunque el ladrón se hubiera preparado la frase con anterioridad, dudaba mucho que en realidad la hubiera pronunciado cuando llegara el momento. Imposible. A Celeste la habían atracado una vez en un parque público cuando debía de tener unos veinte años. El atracador, un negro de piel no demasiado oscura, de muñecas planas y delgadas y ojos inquietos color castaño, se había acercado a ella en el desamparo de un frío anochecer, le había colocado una navaja de resorte en la cadera y le había dejado entrever por un instante sus fríos ojos mientras le susurraba: «¿Qué tienes?».
No había nada en los alrededores, a excepción de unos árboles pelados propios de diciembre; la persona que tenían más cerca era un hombre de negocios que se apresuraba hacia su casa por Beacon al otro lado de una valla de hierro forjado que debía de estar a unos dieciocho metros de distancia. El atracador le apretaba más con la navaja en los pantalones vaqueros, sin cortarla, pero presionando con fuerza contra ella; notó que el aliento le olía a caries y a chocolate. Le había entregado la cartera, intentando evitar sus inquietos ojos castaños y esa sensación irracional de que el tipo tenía muchos más brazos de los que mostraba; él se había metido la cartera en el bolsillo del abrigo y le había dicho: «Estás de suerte, ya que no tengo mucho tiempo», y se había alejado poco a poco por la calle Park, sin prisas y sin miedo.
Muchas mujeres le habían contado historias parecidas. Al menos en aquella ciudad no solían atracar a los hombres, a no ser que buscaran jaleo; en cambio, a las mujeres las atracaban muy a menudo. La amenaza de la violación siempre estaba presente, implícita o imaginada, y de entre todas las historias que le habían contado, nunca había habido un atracador que dijera frases inteligentes. No tenían tiempo. Necesitaban ser lo más sucintos que fuera posible. Conseguir lo que querían y marcharse de allí antes de que alguien se pusiera a gritar.
Además estaba el asunto ése de que le había pegado un puñetazo mientras sostenía la navaja en la otra mano. Si uno daba por supuesto que sostenía la navaja con la mano diestra, bien, venga hombre, ¿quién daba puñetazos con una mano que no fuera la que usaba para escribir?
Sí, creía que Dave se había visto inmerso en una horrible situación en la que se había visto obligado a sucumbir a una mentalidad del tipo «o matas, o te matan». Sí, estaba segura de que no era el tipo de hombre que habría ido en busca de pelea. Pero… pero aún así, la historia que había contado tenía lagunas y cosas que no encajaban. Era como si alguien que llevara la camisa manchada de barra de labios deseara justificarse: no quería decir que uno hubiera sido infiel, pero la explicación, por ridícula que fuera, debería tener algún sentido.
Se imaginó a los dos detectives en la cocina de su casa, haciéndole preguntas, y estaba convencida de que Dave no soportaría la presión. Ante una mirada imparcial y un sinfín de preguntas, su historia caería por su propio peso. Reaccionaria de la misma forma que cuando le preguntaba por su infancia. Sin lugar a dudas había oído contar historias, ya que las marismas no dejaban de ser un pequeño pueblo dentro de una gran ciudad y la gente rumoreaba. Así pues, una vez le había preguntado a Dave si le había sucedido algo terrible cuando era niño, algo que sintiera que no podía compartir con nadie, y le había hecho saber que podía compartirlo con ella, su mujer, que además estaba embarazada de su hijo en aquel momento.
Le había mirado con un gesto de confusión y le había dicho: «¡Ah, te refieres a eso!».
– ¿A qué?
– Estaba jugando con Jimmy y con otro niño, Sean Devine. SÍ, ya le conoces. Le has cortado el pelo una o dos veces, ¿verdad?
Celeste le recordaba. Trabajaba para algún departamento relacionado con la ley, pero no en la ciudad. Era alto, con el pelo rizado y una voz color ámbar que te embriagaba. Tenía la misma seguridad inherente que Jimmy, esa que tenían los hombres que o bien eran muy atractivos o que rara vez se veían afligidos por la duda.
Era incapaz de imaginarse a Dave con aquellos dos hombres; ni siquiera de niños.
– De acuerdo -le había respondido.
– Bien, el coche se detuvo, subí, y poco después, me escapé.
·-Te escapaste.
Había asentido él haciendo un gesto con la cabeza.
– No hay mucho más que contar, cariño.
– Pero Dave…
Le había dicho tapándole los labios con el dedo:
– Démoslo por finalizado, ¿vale?
Sonreía, pero Celeste captó una especie de… ligera histeria en sus ojos.