Apiladas al otro lado y llenando aquel estrecho pasillo de detrás de la pantalla, había unas plataformas de madera y lo que parecían accesorios de escenario: goletas de madera, pináculos de iglesias y el arco de lo que parecía una góndola veneciana. Era muy probable que no se hubiera podido mover. Una vez allí dentro, no tenía escapatoria. Si aquel que la perseguía la encontraba, no había duda de que iba a morir. Y la había encontrado.
El asesino le habría dado con la misma puerta al abrirla, y ella se habría acurrucado para proteger el cuerpo con lo único que tenía, sus propios miembros. Sean estiró el cuello y observó de cerca el puño cerrado y el rostro. También estaba cubierto de sangre, y tenía los ojos tan apretados como la muñeca, como si deseara que todo acabara; tenía los párpados cerrados, en un principio por el miedo, pero en ese momento por el rigor mortis.
– ¿Es ella? -le preguntó Whitey Powers.
– ¿Eh?
– ¿Es Katherine Marcus?
– Sí -respondió Sean.
Tenía una pequeña cicatriz curvilínea por debajo del lado derecho de la barbilla, que apenas era perceptible y que se había borrado con el tiempo, pero que todo el mundo percibía cuando veía a Katie por el barrio, ya que el resto de su cuerpo rozaba la perfección; su rostro era una magnífica réplica de la belleza oscura y angulosa de su madre combinada con el atractivo más ajado, los ojos claros y el pelo rubio de su padre.
– ¿Está seguro al cien por cien? -le preguntó el ayudante del médico forense.
– Al noventa y nueve por ciento -le respondió Sean-. Haremos que el padre la identifique en el depósito de cadáveres. Pero sí, es ella.
– ¿Le has visto la nuca?
Whitey se inclinó hacia delante y le levantó el pelo de los hombros con la ayuda de un bolígrafo.
Sean observó la nuca con atención y vio que le faltaba un trocito de la parte baja del cráneo, y que la nuca se había vuelto de un tono oscuro a causa de la sangre.
– ¿Me está intentando decir que le dispararon?
Miró al medico forense.
El tipo asintió y añadió.
– A mí me parece una herida de bala.
Sean se alejó del olor a perfume, a sangre, a cemento mohoso y a madera empapada. Por un instante deseó poder apartarle el puño cerrado de la oreja, como si al hacerlo pudiera conseguir que todos esos morados que veía, y los que estaba seguro que encontraría debajo de la ropa, pudieran evaporarse, y que la lluvia roja se evaporara desde su pelo y su cuerpo, y ella pudiera salir de aquella tumba, un poco aturdida, con los ojos cerrados por el sueño.
A su derecha, oyó un gran alboroto: los gritos al unísono del gentío, el crujido de la gente atravesando el parque, y los perros policía gruñendo y ladrando como locos. Cuando echó un vistazo, vio que Jimmy Marcus y Chuck Savage cruzaban a toda velocidad la arboleda que había en uno de los extremos del barranco, allí donde el parque se teñía de verde y estaba muy cuidado y hacía una ligera pendiente hacia la pantalla en la que las multitudes de verano extendían sus mantas y se sentaban para ver una representación.
Ocho policías uniformados y dos de paisano, como mínimo, se dirigieron hacia Jimmy y Chuck; a Chuck lo atraparon en aquel mismo momento, pero Jimmy era rápido y escurridizo, Se deslizó a través de la arboleda con una serie de giros veloces y aparentemente ilógicos que dejaron perplejos a sus perseguidores, y si no hubiera tropezado al bajar por la pendiente, habría conseguido llegar hasta Krauser y Friel sin que nadie lo detuviera.
Pero tropezó. El pie le resbaló a causa de la hierba mojada y sus ojos se encontraron con los de Sean en el preciso instante en que se daba un panzazo contra el suelo y sacudía la tierra con la mandíbula. Un agente joven, de cabeza cuadrada y cuerpo musculoso, se abalanzó encima de Jimmy como si fuera un trineo, y los dos cayeron unos cuantos metros pendiente abajo. El policía le colocó el brazo derecho tras la espalda y fue a por sus esposas.
Sean se subió al escenario y gritó:
– ¡Eh, eh! ¡Es el padre! ¡Suéltalo!
El poli joven le miró, irritado y cubierto de barro.
– Suéltalos -le ordenó Sean-. ¡A los dos!
Se dio la vuelta hacia la pantalla y fue en aquel momento cuando Jimmy pronunció su nombre, con voz ronca, como si los gritos de su cabeza hubieran encontrado las cuerdas vocales y las hubieran liberado:
– Sean
Sean se detuvo y se percató de que Friel le miraba.
– ¡Mírame, Sean!
Sean se dio la vuelta y vio a Jimmy arqueándose bajo el peso del poli joven, con una mancha oscura de tierra en la barbilla y briznas de hierba colgando de ella.
– ¿La has encontrado? ¿Es ella? -gritó Jimmy-. ¿Lo es?
Sean permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de Jimmy, sin apartarlos hasta que la nerviosa mirada de Jimmy vio lo que Sean había visto, hasta que se dio cuenta de que todo había acabado, que sus peores temores se habían cumplido.