Читаем Rio Mistico полностью

Eso es lo que uno se llevaba a casa, a los bares y a los vestuarios de las comisarías o de los cuartelillos: tener que aceptar de mala gana que la gente era una mierda, que la gente era estúpida y rencorosa, a menudo cruel; que cada vez que abrían la boca, mentían, siempre; que cuando alguien desaparecía, sin ningún motivo aparente, a menudo acababan encontrándolo muerto o en un estado mucho peor.

Con frecuencia lo peor no eran las víctimas, al fin y al cabo estaban muertas y ya no seguirían sufriendo. Lo peor eran aquellos que las habían amado y que las habían sobrevivido. A partir de ese momento solían convertirse en muertos vivientes, agotados, con el corazón roto, viviendo como podían lo que les quedaba de vida sin nada más en su interior que sangre y órganos, insensibles al dolor, sin haber aprendido nada, a excepción de que las peores cosas a veces sucedían de verdad.

Como Jimmy Marcus. Sean no sabía cómo coño iba a mirar a aquel tío a la cara y decirle: «Sí, está muerta. Tu hija está muerta, Jimmy. Alguien se la ha llevado para siempre». A Jimmy, que ya había perdido a su primera mujer. «¡Mierda!, ¿sabes qué, Jim? Dios ha dicho que le debías una y ha venido a por ella. Espero que eso te ayude a ver las cosas desde otro punto de vista. Ya nos veremos.»

Sean cruzó el pequeño puente de tablas que atravesaba el barranco y siguió el sendero que conducía a la arboleda circular que, como si de una audiencia pagana se tratara, estaba encarada a la pantalla del autocine. Todo el mundo estaba allí abajo, junto a las escaleras que conducían a una puerta de uno de los lados de la pantalla: Karen Hughes no paraba de hacer fotos con su cámara; Whitey Powers estaba apoyado en la jamba de la puerta, miraba hacia el interior y tomaba notas; el ayudante del médico forense estaba arrodillado junto a Karen Hughes, y un pelotón entero de federales uniformados y de agentes de azul del Departamento de Policía de Boston circulaban en masa por detrás de ellos. Connolly y Souza examinaban algo que había en las escaleras y los jefazos – Frank Krauser, del DPB, y Martin Friel, de los estatales, oficial al mando de Sean- se hallaban de pié bajo la pantalla del escenario, hablando entre sí, con las cabezas muy juntas y algo inclinadas hacía delante.

Si el ayudante del médico forense decía que Katie había muerto en el parque, entonces estaría bajo la jurisdicción del estado, y Sean y Whitey tendrían que ocuparse del caso. La responsabilidad de decírselo a Jimmy recaería sobre Sean. También tendría que llegar a conocer a fondo, hasta llegar a obsesionarse, la vida de la víctima. Asimismo, Sean también sería el encargado de redactar el informe del caso y de hacer creer a la gente, como mínimo, que lo daba por concluido.

Sin embargo, el Departamento de Policía de Boston podía reclamar el caso. Friel era el que tenía autoridad para decidir si les pasaba el caso, no sólo porque el parque estuviera rodeado de terrenos municipales, sino también porque el primer intento de acabar con la vida de la víctima se había producido dentro de la jurisdicción civil. Sean estaba seguro de que ese caso llamaría la atención. Se había perpetrado un homicidio en un parque de la ciudad y, además, habían encontrado a la víctima cerca de un lugar que se estaba convirtiendo a toda velocidad en uno de los puntos más importantes de la cultura local y juvenil de la ciudad. Sin ningún motivo aparente. Sin ningún rastro del asesino, a no ser que se hubiera quitado la vida junto a Katie Marcus, lo cual parecía muy poco probable, ya que él ya se habría enterado. Sería un gran caso para los medios de comunicación, sin lugar a dudas, ya que no había habido casos similares en toda la ciudad en los dos últimos años. ¡Mierda! La prensa llenaría el parque hasta los topes.

Sean no lo deseaba, pero si la experiencia previa le servía de barómetro, eso quería decir que probablemente se lo asignarían. Bajó por una cuesta que se dirigía hacia la pantalla del autocine, con los ojos puestos en Krauser y Friel, intentando leer el veredicto por sus ligeros movimientos de cabeza. Si la que se encontraba allí era Katie Marcus, y Sean no tenía ninguna duda de ello, las marismas estallarían de ira. No pensaba en Jimmy, que se quedaría en un estado catatónico, sino en los hermanos Savage. En la Unidad de Delitos Mayores los expedientes de cada uno de aquellos cabronazos eran tan gruesos que no pasa han por una puerta. Y eso sólo hacía referencia a los delitos estatales. Sean conocía a tipos del Departamento de Policía de Boston que decían que un sábado por la noche sin que encerraran, como mínimo, a uno de los Savage, era como un eclipse solar: los demás policías tenían que comprobarlo por sí mismos porque no se lo creían.

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