Daba la impresión de que Friel esperaba algo mejor, pero asintió una vez y le dio una palmadita a Sean en el hombro antes de alejarse del escenario y de dirigirse hacia las filas de asientos, en las que el teniente Krauser del Departamento de Policía de Boston, hablaba con su jefe, el capitán Gillis, del Distrito 6, Todo el mundo dirigía a Sean y a Whitey unas penetrantes miradas que decían: «No metáis la pata».
– ¡Cogeremos a ese tipo! -exclamó Whitey-. ¿Es la única frase que se te ocurre después de haber ido cuatro años a la universidad?
Sus miradas se cruzaron durante un momento y Friel le hizo un gesto de asentimiento que esperaba que rezumara competencia y confianza.
– Está en el manual-dijo a Whitey-, justo después de «acabaremos con ese cabrón» y antes de «alabemos a Dios». ¿No lo has leído?
Whitey negó con la cabeza y añadió:
– Ese día estaba enfermo.
Se dieron la vuelta en el instante en que el ayudante del juez de primera instancia cerraba las puertas traseras de la furgoneta y se dirigía hacia el asiento del conductor.
– ¿Tiene alguna teoría? -le preguntó Sean.
– Hace diez años -respondió Whitey- ya habría explicado todas mis teorías a la brigada. Sin embargo, ahora… ¡Mierda! Cada vez que se perpetra un crimen, las cosas son mucho menos predecibles. ¿Qué opina?
– Tal vez haya sido obra de un novio celoso, pero sólo lo digo por citar las instrucciones del manual.
– ¿Y le golpeó con un bate? Diría que al novio le convendría tener un manual para resolver los problemas de falta de autocontrol.
– Siempre lo tienen.
El ayudante del juez de primera instancia abrió la puerta del conductor, se quedó mirando a Whitey y a Sean, y les dijo:
– Me han dicho que alguien nos tiene que conducir hasta fuera,
– ¡Eso nos toca a nosotros! -exclamó Whitey-. Pase delante una vez hayamos salido del parque, pero, cuidado, llevamos a los parientes más próximos, así que haga el favor de no dejarla en medio del pasillo cuando llegue al centro de la ciudad. ¿Entendido?
El tipo hizo un gesto de asentimiento y se subió a la furgoneta, Whitey y Sean se montaron en un coche patrulla y Whitey colocó el coche delante de la furgoneta. Empezaron a bajar la pendiente entre cintas policiales de color amarillo, y Sean se percató de que el sol empezaba a iniciar su descenso a través de los árboles, revistiendo el parque de un color de orín dorado, y recubriendo las copas de los árboles de un tono rojizo brillante. Sean pensó que si estuviera muerto ésa sería una de las cosas que más echaría de menos; los colores y el hecho de que pudieran surgir de la nada y causar sorpresa, a pesar de que también provocaban que uno se sintiera un poco triste, pequeño, como si no perteneciera a ese mundo.
La primera noche que Jimmy estuvo en la prisión de Deer Island, se la pasó toda la noche sentado, desde las nueve hasta las seis, preguntándose si su compañero de celda querría ir a por él.
El tipo, llamado Woodrell Daniels, era un motorista de New Hampshire que una noche había entrado en el estado de Massachusetts para traficar con metanfetamina; se había detenido en varios bares a tomarse unos vasos de whisky antes de ir a dormir y había acabado dejando ciego a un tipo con un palo de billar. Woodrell Daniels era un gran trozo de carne recubierto de tatuajes y de cicatrices de navaja, y, con los ojos puestos en Jimmy, soltó una risa entre susurros que le atravesó el corazón como si fuera un tramo de tubería.
– Ya te veré más tarde -le dijo Woodrell cuando apagaron las luces-. Te veré más tarde -repitió, y soltó otra de sus risas susurrantes.
Así pues, Jimmy permaneció despierto toda la noche, atento a cualquier crujido repentino en la litera que había encima de él, a sabiendas de que tendría que lanzarse al cuello de Woodrell si llegaba el caso, y preguntándose si sería capaz de asestarle un buen puñetazo sorteando los enormes brazos que tenía. «Golpéale en el cuello -se decía a sí mismo-. Golpéale en el cuello, golpéale en el cuello, golpéale en el cuello… ¡Dios mío, ahí viene!»
Pero sólo era Woodrell dándose la vuelta mientras dormía, haciendo chirriar los muelles; el peso de su cuerpo hacía sobresalir el colchón hacia abajo, por encima de Jimmy, de tal manera que parecía la tripa de un elefante.