Esa noche Jimmy oyó todos los sonidos de la prisión como si fuera una criatura viviente, un motor en marcha. Oyó cómo las ratas luchaban, masticaban y chirriaban con una desesperación perturbada y estridente. Oyó susurros, lamentos, y los oscilantes chirridos de los muelles de los colchones, arriba y abajo, arriba y abajo. El agua goteaba, algunos hombres hablaban en sueños, y los zapatos de un guarda resonaban en un pasillo lejano. A las cuatro, oyó un grito, solo uno, que se apagó con tanta rapidez que duró más el eco y el recuerdo que el grito en sí, y Jimmy, en aquel momento consideró la posibilidad de coger su almohada de detrás de la cabeza, subir a la litera de Woodrell Daniels y ahogarle, Sin embargo, tenía las manos demasiado húmedas y pegajosas y, además, cómo iba él a saber si Woodrell estaba durmiendo de verdad o tan sólo lo simulaba y quizá Jimmy no tuviera suficiente fuerza física para sujetar la almohada en el lugar adecuado mientras los robustos brazos de aquel hombre enorme se agitaban alrededor de su cabeza, le arañaban la cara, le arrancaban trozos de piel de las muñecas y le hacían pedazos el cartílago del oído con puños de acero.
La última hora fue la peor. Una luz grisácea apareció a través de las gruesas y altas ventanas, y llenó el lugar de un frío metálico. Jimmy oyó que algunos hombres se despertaban y andaban con sigilo en sus celdas. Oyó toses roncas y ásperas. Tuvo la sensación de que la máquina estaba calentando motores, fría e impaciente por devorar, a sabiendas de que moriría sin violencia, sin el sabor a carne humana.
Woodrell bajó de la litera de un salto; el movimiento fue tan repentino que Jimmy ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Cerró los ojos todo lo que pudo, intensificó el ritmo de su respiración y esperó a que Woodrell se acercara lo suficiente para poder darle un golpe en el cuello.
Sin embargo, Woodrell Daniels ni siquiera le miró. Cogió un libro de la estantería de encima del fregadero, lo abrió mientras se ponía de rodillas y empezó a rezar.
Rezó y leyó pasajes de las cartas de Pablo y siguió rezando, y de vez en cuando aquella risa susurrante se le escapaba de la boca, pero sin IIegar a interrumpir el torrente de palabras, hasta que Jimmy se dio cuenta de que era una especie de emanación incontrolable, parecida a Ios suspiros que la madre de Jimmy soltaba cuando él era más joven. Con toda probabilidad Woodrell no se daba cuenta de que emitía los sonidos.
Cuando Woodrell se dio la vuelta y le preguntó si alguna vez había considerado la posibilidad de aceptar a Cristo como su salvador personal, Jimmy supo que la noche más larga de su vida había llegado a su fin. El rostro de Woodrell emanaba la típica luz de los condenados en busca de la salvación, y era un resplandor tan evidente que Jimmy no comprendía cómo había podido pasarlo por alto nada más conocer al hombre.
Jimmy no podía creer la buena suerte que había tenido; había acabado en la guarida del león, pero era un león cristiano, y Jimmy aceptaría a Jesús, a Bob Hope, a Doris Day o a quienquiera que Woodrell adorara con su mente de devoto fervoroso, siempre que aquello significara que ese individuo extraño y musculoso no saliera de la cama en medio de la noche y se sentara junto a Jimmy durante las comidas.
– Una vez perdí el rumbo -le explicó Woodrell Daniels a Jimmy-Pero, ahora, gracias a Dios, he encontrado el camino.
¡Cuánta razón tienes, Woodrell!, estuvo a punto de decir en voz alta. Hasta ese día, Jimmy consideraba la primera noche en Deer Island como punto de referencia para juzgar su grado de paciencia. Se decía a sí mismo que podría seguir allí todo el tiempo que fuera necesario, un día o dos, para obtener lo que deseaba, porque no había nada que pudiera igualar esa primera noche tan larga en la que la maquinaria viviente de una prisión retumbaba y jadeaba a su alrededor, mientras las ratas chillaban, los muelles de los colchones rechinaban, y los gritos morían tan pronto como nacían.
Hasta aquel día.
Jimmy y Annabeth esperaban de pie junto a la entrada de la calle Roseclair del Pen Park. Se encontraban dentro del primer parapeto que los federales habían erigido en la carretera de acceso, pero fuera del segundo. Les ofrecieron tazas de café y sillas plegables para sentarse, y los agentes les trataron con amabilidad. Pero aun así, tuvieron que esperar, y cada vez que pedían información, los rostros de los agentes se volvían pétreos y tristes; se disculpaban y les aseguraban que no sabían nada más de lo que sabía la gente que estaba en los alrededores.