Jimmy sintió la ventolera del helicóptero incluso antes de oírlo. Alzó los ojos para ver como sobrevolaba la zona, y después volvió a mirar al coche patrulla que se había detenido en la carretera. Vio cómo el conductor gritaba por el transmisor y después oyó las sirenas, formando una gran cacofonía, y de repente empezaron a moverse a toda prisa coches patrulla color azul marino y plata desde todos los extremos de Roseclair; los periodistas se dirigieron con rapidez a sus vehículos, y el helicóptero hizo un giro brusco y se dirigió de nuevo hacia el parque.
– ¡Jimmy! -exclamó Annabeth con el tono de voz más triste que
Jimmy jamás hubiera oído salir de su boca-. ¡Jimmy, por favor! ¡Por favor!
– Por favor, ¿qué, cariño? -Jimmy la sostenía-. ¿Qué?
– ¡Oh, Jimmy, por favor! ¡No, no!
Era todo aquel ruido: las sirenas, los neumáticos chirriantes, las voces estridentes y las ensordecedoras paletas de rotor. Ese ruido era Katie, muerta, gritándoles al oído, y Annabeth se desplomó al oírlo entre los brazos de Jimmy.
Dugay volvió a pasar por delante de ellos a toda prisa y quitó los caballetes de debajo del arco; antes de que Jimmy se diera cuenta de que se había movido, el coche patrulla se había detenido de repente junto a él, y una furgoneta blanca, adelantándole por la derecha, salió disparada hacia la calle Roseclair y luego giró a la izquierda. Jimmy alcanzó a ver las palabras JUEZ DE PRIMERA INSTANCIA DEL CONDADO DE SUFFOLK a un lado de la furgoneta, y sintió que todas las articulaciones de su cuerpo, tobillos, hombros, rodillas y caderas, se volvían quebradizas, y se derretían.
– Jimmy.
Jimmy bajó los ojos y vio a Sean Devine; éste le miraba fijamente a través de la ventana abierta de la puerta de la derecha.
– ¡Venga, Jimmy! ¡Sube, por favor!
Sean salió del coche y abrió la puerta trasera en el instante en que el helicóptero regresaba, volando un poco más alto, pero cortando aún el aire lo bastante cerca para que Jimmy lo sintiera en sus cabellos.
– ¿Señora Marcus? -dijo Sean-. Venga, Jimmy, sube al coche.
– ¿Está muerta? -preguntó Annabeth.
Esas palabras se metieron dentro de Jimmy y se volvieron ácidas.
– Por favor, señora Marcus. ¿Sería tan amable de subir al coche?
En la calle Roseclair, falange de coches patrulla se había alineado en doble fila para hacerles de escolta, y las sirenas sonaban con estrépito.
– ¿Mi hija está…? -vociferó Annabeth para que la pudieran oír. Jimmy le
Yacía en una mesa de metal.
Tenía los ojos cerrados y le faltaba un zapato.
El color de la piel era entre negro y morado, una tonalidad que Jimmy nunca había visto antes.
Percibía su perfume; tan sólo
Sean le puso la mano en la espalda y Jimmy habló, sin sentir apenas las palabras, convencido de que en ese momento estaba tan muerto como el cuerpo que tenía delante.
– Sí, es ella -afirmó.
– Es Katie.
– Es mi hija.
13. LUCES
– Arriba hay una cafetería -dijo Sean a Jimmy-. ¿Por qué no vamos a tomar un café?
Jimmy permanecía de pie junto al cuerpo de su hija. Una sábana lo cubría de nuevo, y Jimmy levantó la esquina superior de la sábana y contempló el rostro de su hija como si la observara desde la parte superior de un pozo y deseara zambullirse tras ella.
– ¿Hay una cafetería en el depósito de cadáveres?
– Sí, es un edificio muy grande.
– Me parece extraño -comentó Jimmy, con un tono de voz carente de color-. ¿Crees que cuando los patólogos entran allí, todo el mundo va a sentarse al otro lado de la sala?
Sean se preguntó si Jimmy estaría en las fases iníciales de una conmoción y le respondió:
– No lo sé, Jim.
– Señor Marcus -dijo Whitey-, teníamos la esperanza de poder hacerle algunas preguntas. Ya sé que es un momento muy duro, pero…
Jimmy volvió a cubrir el rostro de su hija con la sábana, y a pesar de que movió los labios, de su boca no salió ningún sonido. Miró a Whitey como si le sorprendiera verlo en la sala, con el bolígrafo sobre su libreta de notas. Volvió la cabeza y miró a Sean.
– ¿Te has parado a pensar alguna vez cómo una decisión sin importancia puede cambiar totalmente el rumbo de tu vida? -le preguntó Jimmy.
Sean sosteniéndole la mirada, inquirió:
– ¿En qué sentido?
El rostro de Jimmy estaba pálido e inexpresivo, con los ojos vueltos hacia arriba como si intentara recordar dónde había dejado las llaves del coche.