Exploró la cocina. La nevera aún funcionaba. En la despensa había algunos alimentos, aunque no tantos como podía esperarse. Las provisiones, aparentemente habían escaseado en los últimos días. Aun así, había media docena de huevos, una libra de manteca, un poco de jamón, algunas lechugas y unas pocas sobras. En un armarito encontró una lata de jugo de pomelo, y, en un cajón, un pan duro de unos cinco días atrás; la fecha, sin duda, en que la ciudad había sido abandonada.
Estas provisiones, y un fuego al aire libre, le hubiesen bastado para prepararse una buena comida, pero abrió las llaves de la cocina eléctrica y advirtió que las planchas se calentaban. Se preparó un copioso desayuno, y transformó el pan en unas tostadas aceptables. Cuando volvía de las montañas, siempre sentía necesidad de comer legumbres frescas, y al acostumbrado desayuno de huevos, jamón y café, añadió una abundante ensalada de lechuga.
Volvió al sofá. En una mesita había una caja de laca roja; la abrió y extrajo un cigarrillo. Hasta ahora, reflexionó, la vida material no ofrece problemas.
El cigarrillo estaba bastante fresco. Con un buen desayuno y un buen cigarrillo, el humor de Ish cambió sensiblemente. En realidad, había apartado todas las inquietudes, dejándolas para más tarde, si descubría que estaban justificadas.
Cuando acabó de fumar, pensó que no valía la pena lavar los platos; pero, como era naturalmente cuidadoso, comprobó si había cerrado la nevera y las llaves de la cocina. Luego recogió el martillo, que le había sido tan útil, y salió por la puerta destrozada. Se metió en el coche y partió hacia la casa paterna.
A casi un kilómetro de la ciudad, pasó delante del cementerio, y le asombró que el día anterior no hubiese pensado en él. Sin bajar del coche, advirtió una nueva y larga hilera de tumbas, y una excavadora junto a un montón de tierra. Las gentes que habían abandonado Hutsonville, pensó, no eran quizá muy numerosas.
Más allá del cementerio, la carretera atravesaba un terreno llano. Ante aquel espacio desierto, Ish se sintió otra vez deprimido. Hubiera deseado oír, por lo menos, el traqueteo de un camión cuesta arriba; pero no hubo tal camión.
En un campo, algunos novillos y caballos movían la cola espantando los insectos, como en cualquier mañana de verano. Más lejos, las aspas de un molino giraban lentamente, y delante del abrevadero, en un suelo húmedo, crecían las hierbas. Y eso era todo.
Sin embargo, aquella carretera no era muy transitada, y en cualquier otro día Ish hubiera podido recorrer varios kilómetros sin ver a nadie. Al fin llegó a la carretera principal. Las luces rojas del cruce estaban encendidas. Frenó automáticamente.
Pero las cuatro calzadas, donde había corrido un río de camiones, autobuses y coches, estaban desiertas. Después de detenerse un momento ante las luces rojas, Ish se puso otra vez en marcha.
Un poco más lejos, mientras corría libremente por la carretera, se sintió envuelto en una atmósfera lúgubre y espectral. Se inclinó sobre el volante, como dominado por un sopor. De cuando en cuando, algún espectáculo insólito parecía despertarlo.
Algo saltó ante él, en el camino. Aceleró rápidamente. ¿Un perro? No; advirtió unas orejas puntiagudas, y unas patas flacas, de color claro, un gris amarillento. Era un coyote, que corría tranquilamente por la carretera, en pleno día. Un instinto misterioso le había advertido que el mundo había cambiado, y que podía tomarse nuevas libertades. Ish se acercó, tocando la bocina, y el animal dio media vuelta, pasó al otro lado de la carretera y se alejó sin parecer demasiado asustado…
Dos coches volcados, en un ángulo extravagante, bloqueaban parcialmente el camino. Ish se detuvo. El cadáver aplastado de un hombre asomaba debajo de uno de los autos. No había otros cuerpos, pero la sangre cubría la carretera. Aunque le hubiese parecido necesario, no habría podido levantar el coche para sacar el cuerpo y darle sepultura. Siguió adelante…
En una ciudad importante (Ish no registró su nombre) se detuvo para abastecerse de gasolina. Había aún electricidad. Llenó el depósito en una estación de servicio. Como el coche había andado mucho tiempo por las montañas, revisó el radiador y la batería, y echó un litro de aceite. Un neumático necesitaba aire. Apretó la válvula compresora y oyó el ruido del motor. Sí, el hombre había desaparecido, pero todos sus ingeniosos aparatos marchaban todavía, sin su vigilancia…