Apenas dejó de hablar, Ish comprendió que había cometido un error. Como todo intelectual, había preferido la discusión a las órdenes, debilitando así su autoridad. Ahora él había pasado a segundo plano, y Charlie era el jefe.
—Demonios —dijo Charlie—. Pero si ella pudiera tener hijos ya los habría tenido, con todos esos muchachos que andan a su alrededor.
—Los muchachos no tocaron nunca a Evie —declaró Ish—. Crecieron con ella y la respetan. Y, por otra parte, casamos muy jóvenes a los muchachos.
Sintió que sus argumentos eran cada vez más débiles.
—¡Bueno! —dijo Charlie con el aplomo de un hombre que domina la situación—. Debería alegrarle que me haya fijado en la única mujer libre. ¿Y si me hubiera gustado una de las otras? Deme las gracias.
Ish buscó desesperadamente una respuesta. No podía amenazarle con la policía o la justicia. Había lanzado un desafío, y había perdido.
No, no había más que decir. Ish se levantó, dio media vuelta, y se fue. Recordó algo: un día, poco después del Gran Desastre, se había vuelto para alejarse de otro hombre y había tenido la seguridad de que iba a recibir un tiro en la espalda. Pero ahora no tenía miedo, y esto lo mortificaba aún más. Charlie no tenía necesidad de matarlo, pues era el vencedor.
Ish volvió a su casa arrastrando los pies. Había olvidado la amargura de la humillación. El martillo era ahora una herramienta embarazosa, y no un símbolo de poder. Durante años la vida había transcurrido sin incidentes; él era el jefe y todos lo respetaban. Pero no era en verdad muy distinto de aquel joven raro que apenas recordaba. El joven que había sido antes del Gran Desastre, el que temía los bailes, y nunca se sentía cómodo con la gente, y no tenía ninguna autoridad. Había cambiado mucho, pero no había perdido totalmente su timidez.
Llegó así a la puerta de su casa, con una profunda amargura. Em lo esperaba. Ish dejó el martillo y la tomó en sus brazos, o fue ella quizá quien se lanzó hacia él, no lo sabía, pero se sintió otra vez seguro de sí mismo. Em no estaba siempre de acuerdo con él. En la noche de la víspera, por ejemplo, habían discutido sobre Charlie; pero él siempre encontraba en ella nuevas fuerzas.
Se sentaron en el sofá y él le contó toda la historia. Aun antes que ella hubiese abierto la boca, Ish sintió su ternura como un bálsamo.
—¡Qué imprudencia! —dijo Em al fin—. No debías haber despedido a los muchachos. Nadie piensa ni entiende tantas cosas como tú, pero no sabes tratar a un hombre de esa especie.
Y Em preparó el plan de operaciones.
—Ve a buscar a Ezra, George y los muchachos —dijo—. No. Mandaré a un chico. Nadie tiene derecho a sembrar la discordia y a decirnos qué debemos hacer.
Ish comprendió que se había equivocado. No tenía por qué descorazonarse y sentirse solo. La Tribu estaba allí y lo protegería.
George fue el primero en llegar. Luego apareció Ezra, quien miró primero a George y luego a Em. Sabe algo, pensó Ish, un secreto que sólo me dirá a mí.
Pero Ezra no trató de hablarle a solas, y se limitó a mirar a Em, embarazado.
—Molly tuvo que encerrar a Evie en un cuarto del primer piso —anunció.
Parecía como si a Ezra le molestase hablar allí, en público, de la pasión que las caricias de un hombre habían despertado en la idiota.
—Es capaz de saltar por la ventana —dijo Ish.
—Podría ponerle unos barrotes —propuso George—, o unas tablas.
A pesar de la gravedad de la situación, todos se echaron a reír. George estaba siempre dispuesto a hacer algún trabajo de carpintería en las casas. Pero no se podía encerrar a Evie por el resto de sus días. Llegaron Jack y Roger, hijos de Ish. Luego apareció Ralph, el último del trío.
La presencia de los muchachos alivió un poco la tensión. Todos se sentaron cómodamente. Esperaban, comprendió Ish, que él dijese algo, y lamentó no haber pensado en prepararse. Se discutía la organización de un nuevo Estado, y no había tiempo de redactar tranquilamente una constitución. Era necesario actuar con rapidez y resolver el difícil problema.
—¿Qué vamos a hacer con Evie y ese Charlie? —preguntó directamente.
Todos se pusieron a hablar a la vez, e Ish tuvo la desagradable impresión de que ninguno, excepto Ezra, lo apoyaba. Los muchachos y George mismo parecían creer que la vitalidad de Charlie enriquecería a la Tribu. Si Evie le gustaba, tanto mejor. Por fidelidad a Ish, estaban decididos a exigirle a Charlie que se excusase. Pero pensaban también que Ish había obrado precipitadamente. Debía haber consultado con los otros antes de discutir con Charlie.
Ish recordó que no se podía permitir que Evie diese a luz niños idiotas. Pero el argumento no causó la impresión esperada. Evie había participado de la vida de la Tribu, y la idea de que sus hijos pudieran parecérsele no asustaba a los muchachos. No alcanzaban a imaginar un futuro lejano donde los descendientes de Evie se mezclarían con los otros haciendo bajar el nivel intelectual de la colonia.
Curiosamente, George, a pesar de su torpeza mental, presentó un argumento más perturbador.