Читаем La Tierra permanece полностью

A veces sus pensamientos eran claros; otras, una niebla le invadía el cerebro. Un día se encontraba con la mente despejada, y mientras los jóvenes le hacían una pregunta, comprendió que se había transformado en un dios, o por lo menos en el oráculo que expresaba la voluntad de un dios. Y recordó que una vez los niños no se habían atrevido a tocar el martillo y habían asentido cuando les dijo que era un americano. Sin embargo, nunca había deseado ser un dios.

Un día, sentado en la loma, al sol, vio que Ezra no estaba a su lado, y comprendió que su compañero había partido para siempre. Nadie se sentaría ya junto a él. Apretó con fuerza el mango del martillo, ahora tan pesado que apenas podía levantarlo con las dos manos.

Los mineros lo manejaban en otros tiempos con una sola mano, pensó. Y ahora es demasiado pesado para mí. Pero se ha transformado en el símbolo del dios tribal, y me acompaña aún cuando todos los otros, incluso Ezra, han desaparecido.

Entonces, como si el dolor de la pérdida de Ezra le hubiera dado una mayor lucidez, miró alrededor y recordó que en aquel sitio había habido antes un cuidado jardín. Ahora sólo se veía una hierba alta que crecía desordenadamente entre árboles y arbustos, y una casa en ruinas rodeada de malezas.

Alzó los ojos al cielo. El sol estaba en el este, no en el oeste como había esperado. Era ya pleno verano y él creía que apenas se había iniciado la primavera. Sí, en el curso de aquellos años había perdido la noción del tiempo. Confundía el cotidiano viaje del sol y el más lento a lo largo del año con las cuatro etapas de las estaciones. Y se sintió entonces muy viejo, y con una profunda amargura.

Esta tristeza despertó el recuerdo de otras y pensó: Em ha partido, y también Joey, y Ezra, mi buen compañero.

Y al sentirse solo entre tantas desgracias, se echó a llorar quedamente, pues era muy viejo y no sabía dominarse.

—Sí —murmuró—. Se han ido todos. Soy el último americano.

3

EL ÚLTIMO AMERICANO

En la alegría de los hermosos bosques.

VIEJA CANCIÓN

1

Quizá fue ese día, o ese verano, u otro año… Ish alzó los ojos y vio a un joven ante él. Llevaba pantalones de lona azul en buen estado, con unos relucientes ribetes de cobre, y se cubría el torso con la piel de una bestia de la que colgaban aún las afiladas garras. Llevaba un arco en la mano y a la espalda un carcaj donde asomaban los cabos emplumados de unas flechas.

Ish parpadeó, pues el sol le lastimaba los viejos ojos.

—¿Quién eres? —preguntó.

El joven respondió con un tono respetuoso:

—Soy Jack, y tú bien lo sabes, Ish.

En el modo de decir «Ish» no había una familiaridad excesiva con un anciano, sino al contrario, deferencia y hasta temor, como si el nombre fuese un título honorífico.

Ish, desconcertado, entornó los ojos para ver mejor, pues con los años había perdido un poco la vista. Jack tenía el pelo negro, estaba seguro, o quizá gris ahora, pero este muchacho que se presentaba con su nombre llevaba una larga melena rubia.

—Haces mal en burlarte de un viejo —protestó Ish—. Jack es mi hijo mayor y lo reconocería en seguida. Tiene el pelo negro, y es más viejo que tú.

El muchacho, con una risita cortés, respondió:

—Hablas de mi abuelo, y tú bien lo sabes, Ish.

Otra vez el nombre «Ish» tuvo en su boca un sonido extraño. E Ish se sintió sorprendido por la repetición de la fórmula: «Y tú bien lo sabes, Ish».

—¿Eres de los Primeros o de los Otros? —preguntó.

—De los Primeros —dijo el joven.

Ish lo miró atentamente y le asombró que un joven que hacía tiempo había dejado de ser un niño llevara un arco en vez de un fusil.

—¿Por qué no llevas un fusil? —le preguntó.

—Los fusiles no son más que juguetes —dijo Jack con una risa un poco desdeñosa—. No se puede confiar en un fusil, tú bien lo sabes, Ish. Algunas veces el fusil dispara y hace un gran ruido; pero otras veces aprietas el gatillo y sólo se oye un “clic”. —Castañeteó los dedos—. No se puede cazar con fusiles, aunque los viejos dicen que así se hacía antes. En cambio se puede confiar en las flechas. Vuelan siempre. Y además… —y aquí el muchacho se irguió orgullosamente—, además es necesario ser fuerte y hábil para matar con el arco. Cualquiera, parece, podía matar con un fusil, tú bien lo sabes, Ish.

—Muéstrame una flecha —dijo Ish.

El joven sacó una flecha del carcaj, la miró, y se la tendió.

—Es una buena flecha —dijo—, la hice yo mismo.

Ish miró la flecha y la sopesó. No era un juguete de niño. De un metro de largo, había sido tallada en buena madera, y redondeada y alisada. Llevaba unas plumas en el cabo, pero Ish no pudo reconocer de qué ave eran. Los dedos le decían, sin embargo, que habían sido muy cuidadosamente dispuestas. Así la flecha giraría en el aire como una bala de fusil y llegaría muy lejos.

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