Читаем La Tierra permanece полностью

El ruido le impedía dormir. Hubiera querido saber la hora, pero desde hacía muchos años no daba cuerda a los relojes. ¿Qué importaba el tiempo cuando no había citas a las que acudir, ni horarios de trabajo? Las costumbres habían cambiado radicalmente, y él estaba tan viejo que ya casi no vivía. En cierto sentido parecía como si hubiese dejado el tiempo por la eternidad.

Estaba solo en la vieja casa. Los otros dormían en otras partes, o al aire libre en verano. La vieja mansión, con sus fantasmas del pasado, no atraía a nadie. Pero para Ish los muertos estaban más cerca que los vivos.

A falta de reloj, unos vagos resplandores le indicaban que el sol no tardaría en salir. Había dormido bastante para un viejo. Seguiría dando vueltas y vueltas en su cama hasta que alguien —y esperaba que fuese el muchacho llamado Jack— viniese a traerle el desayuno. Sería un hueso de ternera bien cocido, que él podría chupar, y un poco de harina de maíz hervida. La Tribu lo colmaba de atenciones. Se le reservaba especialmente la harina de maíz, un producto raro. Se enviaba a alguien para que le llevara el martillo y lo ayudara a caminar hasta la loma donde se sentaba los días de sol. Casi siempre era Jack quien venía. Sí, lo cuidaban y protegían, aunque era un viejo inútil. Pero a veces los jóvenes que lo creían un dios se impacientaban y lo apremiaban para que respondiese a sus preguntas.

El viento seguía soplando y las ramas azotaban los muros. Pero tenía sueño aún, y al cabo de un rato se durmió, a pesar del ruido.


Los pasos de la montaña y los largos terraplenes de las carreteras parecerían, aun dentro de mil años, estrechos valles y pliegues. Las grandes masas de cemento de las presas durarán como el granito.

Pero el acero y la madera perecerán. Los devorarán tres fuegos.

El más lento de todos es el fuego de la herrumbre, que quema el acero. Concededle algunos siglos, y el puente orgulloso que cruza el abismo sólo será un poco de ceniza roja en las orillas.

Más rápido es el fuego de la podredumbre que ataca la madera.

Pero el fuego más rápido es el de las llamas.


De pronto, Ish sintió que alguien lo sacudía. Se despertó sobresaltado. Y al abrir los viejos ojos, vio a Jack inclinado sobre él; el joven tenía el rostro crispado por el terror.

—¡Levántate! ¡Levántate, rápido! —gritó Jack.

Aguijoneados por aquel brusco despertar, la mente y el cuerpo de Ish parecieron moverse más rápidamente que de costumbre. Con ayuda de Jack se puso algunas ropas. Ahora había un humo espeso en la habitación. Ish tosió; le lagrimeaban los ojos. Afuera se oía crepitar la madera. Bajaron precipitadamente. Al salir de la casa, la fuerza del viento asombró a Ish. El humo huía ante las ráfagas en un torbellino de hojas y ramitas encendidas.

El siniestro no era sorprendente. Ish lo había previsto hacía tiempo. Todos los años la avena silvestre crecía y se secaba en el mismo lugar. Todos los años los jardines desiertos eran más y más un depósito de hojas muertas. Sólo era cuestión de tiempo. Un día el fuego encendido por algún cazador provocaría un incendio. Avivadas por el viento, las llamas devastarían esta orilla de la bahía como habían devastado la otra.

Llegaban a la acera cuando el fuego creció en las malezas que rodeaban la casa vecina. Ish retrocedió. Jack lo arrastró lejos de las llamas. En ese momento Ish advirtió que había olvidado algo, aunque no sabía qué.

Se encontraron con otros dos muchachos, que miraban el fuego. Entonces Ish recordó:

—¡El martillo! —gritó—. ¡He olvidado el martillo!

En seguida se arrepintió de haber gritado tanto por una pequeñez, y en un momento tan crítico. El martillo no tenía importancia. Pero vio asombrado que sus palabras consternaban a los muchachos. Los tres se miraron, aterrados. Al fin, Jack se volvió bruscamente y corrió hacia la casa, hundiéndose en la espesa humareda que subía de los matorrales del jardín.

—Vuelve, vuelve —le gritó Ish, pero su voz no era muy fuerte, y el humo lo sofocaba.

Sería horrible, pensó, que Jack muriera en el incendio a causa de un simple martillo.

Pero Jack volvió sano y salvo, corriendo, con la piel de puma un poco chamuscada. Los otros dos jóvenes mostraron una rara alegría al ver que traía el martillo.

No podían quedarse allí, evidentemente. Las llamas se acercaban.

—¿Adónde vamos, Ish? —preguntó uno de los muchachos.

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