Se le ocurrió algo, y preguntó:
—Esas cosas redondas, ¿las encontráis fácilmente?
El muchacho se rió como si la pregunta fuese absurda.
—Oh, sí —dijo—. Podríamos pasarnos la vida haciendo puntas de flecha.
Era probablemente cierto, pensó Ish. Aunque hubiese ahora cien hombres en la Tribu, había miles y miles de monedas en los cajones de los armarios y en las cajas fuertes sólo en aquel rincón de la ciudad. Y cuando se agotaran las monedas, utilizarían las piezas de cobre de los teléfonos. Al fabricar el primer arco, recordó, había imaginado que la Tribu le pondría a sus flechas puntas de piedra. Pero habían tomado un atajo y ya trabajaban el metal. Quizá sus descendientes habían superado ya el momento crítico. Habían dejado de olvidar, y aprendían. En vez de deslizarse hacia el salvajismo, se mantenían en un mismo nivel, o habían empezado a subir. Al darles los arcos, los había ayudado realmente. Ish se sintió contento.
—Es una hermosa flecha —declaró tendiéndosela a Jack, aunque en verdad no sabía mucho de flechas.
En la cara de Jack brilló una sonrisa de felicidad, e Ish notó que hacía una marca en el cabo antes de meterla en el carcaj, como para poder reconocerla entre las otras. Y de pronto, Ish sintió una inmensa ternura. Desde que era viejo, y se pasaba las horas sentado en la loma, no había sentido nunca una emoción semejante. Este Jack, que pertenecía a los Primeros, era su biznieto y era también biznieto de Em. Ish lo miró con afecto y le hizo una pregunta inesperada.
—Muchacho —dijo—, ¿eres feliz?
Jack pareció perplejo y miró a todos lados antes de responder.
—Sí —dijo al fin—, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida.
¿Qué sentido tenía esta frase?, se preguntó Ish. ¿Era la fórmula ingenua de un semisalvaje, o quizás ocultaba una profunda filosofía? No pudo decidirlo. Y mientras reflexionaba, la niebla le invadió otra vez la mente. Aquellas palabras, tan raras, le parecían familiares. No creía, sin embargo, haberlas oído nunca, pero una persona que había conocido en otro tiempo podía haberlas dicho. Pues el muchacho no había preguntado, había afirmado. Ish no podía recordar quién había sido esa persona, pero tuvo una impresión de tibieza y dulzura.
Cuando salió de su ensueño y alzó otra vez los ojos, estaba solo. En realidad era incapaz de recordar si había conversado con el muchacho aquel mismo día, u otro día, o quizás otro verano.
2
Una mañana, Ish despertó tan temprano que su cuarto estaba todavía en penumbras. Se quedó inmóvil, sin saber dónde estaba, y durante un momento creyó haber vuelto a los años de su infancia cuando se metía al alba en la cama de su madre, para calentarse. En seguida, en unos pocos segundos, su pensamiento franqueó años, y tendió la mano hacia Em, que sin duda dormía junto a él. Pero no. Em había muerto. Luego pensó en su otra mujer. Tampoco estaba allí. Hacía mucho tiempo se la había dado a otro hombre, más joven, pues una mujer debía tener hijos para que la Tribu creciera y retrocedieran las tinieblas. Y comprendió entonces que era muy viejo y que estaba solo en su cama. Sin embargo, era siempre la misma cama, y el mismo cuarto.
Tenía la garganta seca. Al cabo de un rato, dejó lentamente la cama, y tambaleándose sobre sus viejas piernas anquilosadas, fue hacia el baño para beber un poco de agua. Al entrar alzó la mano para encender la luz eléctrica. Se oyó un ruidito familiar, y la claridad inundó el cuarto. En seguida se encontró otra vez en penumbras, y comprendió que la luz no se había encendido. No había habido luz eléctrica desde hacía años y no la habría nunca más. El sonido del interruptor había engañado su viejo cerebro y le había dado la ilusión de la luz. Pero no se preocupó, pues no era la primera vez que ocurría.
Abrió el grifo de la palangana. No salió agua. Y recordó que el agua había dejado de correr hacía años.
No podía beber, pero la sed no era mucha. Tenía la garganta seca, simplemente. Tragó saliva varias veces y se sintió mejor. Volvió a su dormitorio y se detuvo, olfateando. Con el curso del tiempo, los olores habían cambiado varias veces. Muy lejos, en el pasado, el aire había tenido el olor característico de las grandes ciudades. Luego había seguido el olor de los campos y las hojas. Y más tarde, ese olor se había desvanecido y ahora en las casas sólo se respiraba un olor de vejez y moho. Ish se había habituado a él y ya no lo notaba. Pero aquella mañana había un humo acre en el aire. Por eso se había despertado; pero no sintió ningún temor y se acostó otra vez.
Un viento del norte agitaba los pinos que ahora rodeaban la casa, y las ramas silbaban y golpeaban los vidrios y los muros.